Hace dos mil cuatrocientos años, un tal Aristocles dijo que la facultad que tiene el ser humano de poder ver es producto de una emanación divina proveniente del sol: sin luz no existe nada. Este griego, por su ancha espalda, fue llamado Platón, y con esta observación inicia sus explicaciones sobre el bien, el alma y la inteligencia, en su sexto libro de La República. Pero ya siglos atrás, no sabemos cuántos –de estas cosas sabemos mucho menos de lo que parece–, el hombre trataba de pintar la luz. El primero, fascinado por la potencia natural de un animal en movimiento, dibujó con tintas vegetales, alumbrado con una fogata, caballos que corrían por las paredes de su casa. Allí empieza un río que nos lleva por las más variadas corrientes: figurativas, no figurativas, impresionistas, expresionistas, abstractas, fines, herramientas, interpretaciones. Pero siempre, incluso cuando es menos evidente, miméticas. Imitaciones. Porque nada sale de la nada, como dirían Edward Hopper o Tomás de Aquino. El hombre, desde que apareció en la tierra, es un animal que puede representar. O, en el caso que nos ocupa, el hombre es un animal que puede pintar la luz.
Hasta febrero del próximo año estará abierta en Roma una colección del Whitney Museum of American Art de Edward Hopper (1882-1967) comisariada por Luca Beatrice. Y resulta que es la misma ciudad que más cuadros posee del italiano Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), en quien termina hasta la búsqueda más superficial de Google sobre retratistas de la luz. Allí donde uno pinta a la heroína judía degollando, para salvar a su pueblo, al borracho y lujurioso rey de los asirios (Judith y Holofernes, 1599), el otro pinta a la mujer americana sentada en el piso al lado de su cama, cabizbaja, solo con una blusa interior, arrastrando con ella no solo las sábanas (Summer interior, 1909). Allí donde uno pinta al judío que señala a un recaudador de impuestos para que le siga, dispuesto al martirio, a una empresa sin sueldo que durará milenios (La vocación de San Mateo, 1601), el otro se especializa en gasolineras, listas para explotar, rodeadas de un paisaje de campo en medio de la nada (Gas, 1940). Allí donde Caravaggio servía –por el tiempo que le tocó vivir– a una mentalidad que dialogaba con relatos sagrados, Hopper, en cambio, es testigo de esa ausencia. Heidegger diría del “olvido del ser”. El lugar común lo llama, acertadamente, el pintor de la soledad. Sus cuadros son testigos de esa secularización metafísica. Hopper es un realista, tituló la revista Life un artículo de 1937 sobre el pintor norteamericano. Sus cuadros son pura luz que nos pulveriza los ojos.
Hopper, harto de trabajar en una agencia publicitaria y harto de los rascacielos, va a París a sus 24 años en 1906. Allí no estará demasiado tiempo, pero sí el suficiente para por fin ver gente que sale a las calles no por dinero sino por el simple hecho de salir a las calles. No frecuenta círculos culturales. No se interesa por la historia francesa. Ni siquiera pinta una torre Eiffel o un Arco del Triunfo. Hopper va a mirar. Y ya dijo Flannery O’Connor que la primera herramienta de todo artista –también del escritor de narrativa– tiene que ser la mirada. Su mirada. Sobre los grandes cielos grises, casi unicolores, que empiezan a poblar sus obras, Hopper señala que, en efecto, en aquellos primeros días nublados, el gris azulado lo permea todo: “el final de las calles, las ventanas abiertas de las casas entre los árboles, debajo de los puentes. Parece insignificante, pero solo así se puede ver un verdadero París”.
Uno de los primeros cuadros de su estancia francesa es Stairway at 48 rue de Lille (1906): una escalera de madera que sube en giro hacia una puerta cerrada. Un rincón de su dormitorio de alquiler. Aquí se incoa una época de estancias cerradas, vacías, llenas de colores cálidos, en las cuales la persona siempre es una esquina con respecto al todo. Wim Wenders no se equivoca al decir que cualquier segundo puede salir por esa puerta alguien con una bala en el estómago ya que sus cuadros siempre son como el primer párrafo de un relato. Y de un relato, probablemente, de su compatriota Raymond Carver, con quien claramente comparten vena para retratar las escenas norteamericanas que parecen habitar bajo nuestro mismo techo. De hecho, un día de 1958 en un pub de Paradise-California, ambos se encontraron. Hopper, como tantas otras veces, había salido con su esposa Josephine a deambular durante meses por las carreteras de Estados Unidos. Ya había pasado los setenta años. Todo el mundo le conocía. Carver, por su parte, era un aspirante a escritor, imposible de separar de las cervezas y de las cañas de pescar. Este encuentro se dio solamente en las páginas de un la obra publicada el 2009 por el poeta italiano Aldo Nove titulada Si parla troppo di silenzio (Se habla demasiado sobre el silencio).
Pero, además, en el cuadro del que hablábamos antes se ve otra de las grandes características de Hopper: la mirada fotográfica. Si no le funcionaba la pintura, Hopper podría haber sido el más grande director de fotografía. El mismo Terrence Malick copió uno de sus cuadros como escenario principal en Badlands (1973) lo que te hace inmediatamente merecedor al podio de la imagen. Sus escenas interiores manejan una profundidad de campo en varios planos, muchas veces encuadrados por el dintel de una puerta, o el borde de una pared, lo que nos transforma de espectadores en espías voyeristas, ya sea de una bailarina cosiendo su vestido, o de escenas cargadas de tensión en una oficina entre un hombre y una mujer. Sin tomar en cuenta sus dibujos a lápiz –Hopper estudió ilustración– de vistas hacia abajo, hacia la calle, desde lugares altos, desde ventanas anónimas, que después imitaría Hitchcock. Cuando la célebre portada de la revista Time de 1956 fue dedicada a Edward Hopper, el artículo sería titulado The silent witness. El testigo silencioso. Pero hay que decir que siempre se trata de una mirada interesada en el individuo encerrado o pequeño, en la casa señorial solitaria en medio de un inmenso paisaje, es decir, un voyerismo muy distinto al de Facebook o, peor todavía, el de snaps que se autodestruyen en segundos.
“Si pudiera decirlo con palabras –dijo Hopper– no habría ningún motivo para pintar”. Que es la misma justificación que da –o que debería dar– un poeta para escribir su poesía. Por eso uno sale de la muestra del Complesso del Vittoriano sin saber si lo que acaba de ver es un pintor, un poeta, un ilustrador o un cineasta. O tal vez todas las anteriores.
Andrés Cárdenas Matute (Quito, 1989) estudió periodismo en Ecuador y Chile. Ha colaborado en varios periódicos y revistas de América Latina como El Comercio, El Telégrafo, La República, Revista Mundo Diners o El Malpensante. Cursa estudios de doctorado en filosofía en Roma.