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Sociedad del espectáculoLetrasJohn Berger: la mirada, el exilio, la diferencia. La mirada intersubjetiva

John Berger: la mirada, el exilio, la diferencia. La mirada intersubjetiva

En noviembre de 1619 el filósofo francés René Descartes se retiró a fin de reflexionar sobre los fundamentos del conocimiento de nosotros mismos y del mundo. Desde la reflexión que produce la certeza incruenta del cogito sostuvo: “Pienso, luego existo”. Años antes, en 1571, el pensador Michel de Montaigne, aquejado cada vez más de melancolía, se había retirado a la torre de la biblioteca en su finca en el Périgord, donde comenzó a escribir sus Ensayos. Tenía 38 años. Desde las ventanas se podían ver sus fincas y el filósofo podía comprobar así si sus hombres estaban o no eludiendo su trabajo. Inscritas en las paredes y las vigas de su cámara en la torre, unas 60 máximas en griego y latín.

 

Al igual que Descartes y Montaigne, el crítico de arte, escritor, pintor y poeta, John Berger (Hackney, Londres, 5 de noviembre de 1926 – París, 2 de enero de 2017) ha influido de forma decisiva en la historia universal de las ideas. Uno de los intelectuales británicos más influyentes de los últimos 50 años, su obra ha conformado el pensamiento de al menos dos generaciones de artistas y estudiantes. Desde una fecha tan lejana como 1958, cuando escribió su primera novela, Un pintor de nuestro tiempo, sus libros tratan del exilio y la diferencia, que, desde entonces, se han convertido en cuestiones políticas y sociales de primer orden.

 

 

La vista antes que las palabras

 

Queremos ver, pero la memoria apenas logra retener fragmentos de ese catálogo de imágenes perdidas. Vamos por la tercera imagen y ya no recordamos la primera. Ver (recordar) es imposible. Los primeros libros del escritor anglosajón constituyen una eliminación selectiva de los preceptos; suponen una sucesión de exempla sobre la vida, la muerte y la filosofía. Su literatura temprana es material combustible, auto-combustible. Modos de ver (1972. Gustavo Gili, Barcelona, 2013), está compuesto de espasmos amnésicos. Berger nos avisa ya desde la portada: “La vista llega antes que las palabras. El niño mira y ve antes de hablar. Pero esto es cierto también en otro sentido. La vista es la que establece nuestro lugar en el mundo circundante; explicamos este mundo con palabras”.

 

Su novela G. había ganado en 1972 el Premio Booker. Ese mismo año, la BBC transmitió su serie de televisión Modos de ver (dirigida por Mike Dibb) y publicó el texto que nos ocupa, a modo de acompañamiento. Se utiliza a menudo como texto universitario. Modos prefigura muchas de los temas que desarrollaría en su obra posterior. Hay ensayos que constan solo de imágenes (2, 4, 6), pero en esencia Modos es un libro compuesto por transcripciones de miradas sobre la Historia del Arte. Incluye la reproducción de cuadros y fotografías que ilustran dicho paseo. Se disfruta experimentando con la imagen, el tamaño y estilo de letra. La traducción de Justo G. Beramendi hace justicia al original. El prólogo de Eulàlia Bosch contiene reflexiones acertadas sobre el británico.

 

Modos aspira a una teoría del arte que sea útil para la formulación de demandas revolucionarias. En ausencia de valores rituales o tradicionales, se sostiene que el arte en nuestros días está basado en la práctica política. El sistema de trabajo del ensayo es similar al empleado por Walter Benjamin en La obra de arte en la era de la reproducción mecánica (1936). En cierta forma, es un homenaje al opúsculo de Benjamin, cosa que se reconoce en la página 42.

 

Al filósofo alemán pertenecen muchos de los conceptos que desarrolla el británico. Entre otros, la pérdida del aura y la politización del arte, al que se dedica el primer ensayo. El aura del arte se identifica con la singularidad, con la experiencia de lo irrepetible. La reproducción técnica destruye dicha “originalidad” y ya no es posible calibrar el valor de un objeto. La pérdida de la originalidad por la existencia de múltiples reproducciones provoca que el arte se vuelva un objeto cuyo valor no puede ser dimensionado en referencia a su funcionamiento dentro de la tradición. “La falsa religiosidad que rodea hoy las obras originales de arte, religiosidad dependiente en último término de su valor en el mercado, ha llegado a ser el substituto de aquello que perdieron las pinturas cuando la cámara posibilitó su reproducción”.

 

Al asombro ante la belleza natural y artística dedica el segundo ensayo. Paradójica, y no por ello menos cierta, es su hipótesis de que la mirada masculina, de forma implícita, o explícita, es lo que provoca que se haya pintado tradicionalmente a la mujer desnuda. Esta idea subyace a los anuncios y fotografías de hoy en día. Aguda es su percepción de que una fémina actúa sabiendo, de manera inconsciente, que está siendo vista. “Una mujer debe contemplarse continuamente. Ha de ir acompañada casi constantemente con la imagen que tiene de sí misma. Cuando cruza una habitación o llora por la muerte de su padre, a duras penas evita imaginarse a sí misma caminando o llorando”.

 

De las casualidades del tiempo y el espacio, otra constante en la obra del autor anglosajón, se ocupa el último artículo. “La publicidad es esencialmente nostálgica. Tiene que vender el pasado al futuro. No puede suministrar niveles adecuados a sus pretensiones. Por ello, todas sus referencias a la calidad son necesariamente retrospectivas y tradicionales”. La publicidad toma esta idea del materialismo y de la pintura al óleo tradicional. A diferencia de éste, que mostraba las cosas que el espectador posee, la publicidad muestra lo que el espectador necesita para ser feliz. “La publicidad habla en futuro de indicativo y, sin embargo, la consecución de este futuro se aplaza indefinidamente”. La publicidad se utiliza para promover el materialismo, la prosperidad individual y la envidia. Los sujetos de la pintura al óleo, al igual que los anuncios, son sólo herramientas para la constante necesidad de poseer.

 

Modos de ver no pretende solo la construcción material de una Historia del Arte, sino también la construcción mental del espectador que se reconoce a través de las imágenes y encuentra en ellas los rastros de su pasado. El autoconocimiento es un proceso constante y creciente. Se trata, sin duda, de una construcción cultural, en ocasiones a pesar de sus constructores. Las imágenes y la memoria son patrimonio del espectador. Cambiarlo o destruirlo no es un hecho puramente circunstancial. Pero la memoria, como dijimos al principio, no hace justicia a las imágenes. Los fragmentos resultantes mucho menos, pero al menos están impresos en Modos, y uno puede regresar a ellos siempre que uno quiera.

 

 

El pasado desde un futuro posible

 

A medida que su proyecto avanza, el escritor se abandona a la terapia de la escritura, y sus intuiciones se hacen más profundas. Su carrera literaria empieza a incluir algunos de los análisis más originales y atractivos sobre el arte y la vida del pasado medio siglo. En La apariencia de las cosas: ensayos y artículos escogidos (1972, Gustavo Gili, 2014) se reúne una amplia selección de los ensayos seminales de Berger, en traducción de Pilar Vázquez. Las indagaciones recogidas en este volumen hacen imposible volver a mirar un cuadro, ver una película, o incluso visitar un zoológico de la misma forma. La gran variedad de temas que aborda, la belleza de su prosa y la agudeza de su crítica nos mueve a ver el mundo con otros ojos.

 

En el artículo ‘En las afueras de una ciudad extranjera’, el protagonista vaga por los extrarradios de ciudades innominadas en diferentes puntos del planeta: el Café de la Renaissance, los alrededores de la catedral de Saint Jean, un bar de las afueras, una mujer a la que obligan a entrar a un taxi. Callejea sin rumbo, sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes y nos traslada las impresiones que le salen al paso. En ‘Entre barrotes’, su deambular es a través de un zoológico. El crítico londinense se limita a hacer preguntas: ¿Cómo son en realidad los animales que miramos en los zoológicos? ¿Se podría establecer una relación entre el hombre y la bestia? Al hacer(se) estas y otras preguntas, el interlocutor guarda un respetuoso silencio, un silencio que altera, de forma sustancial, nuestra visión del mundo.

 

El primero de los ocho retratos que se incluyen en la sección homónima del libro se ocupa de la fotografía de 1967 del cadáver del Che Guevara y su significado: “el objetivo de la fotografía enviada a los medios el 10 de octubre era el de poner fin a una leyenda. Sin embargo, puede que su efecto haya sido muy distinto”. En ‘Che Guevara’, se reflexiona sobre el efecto de choque que tienen las imágenes de guerra. Una brillante meditación sobre la pintura se encuentra en ‘Jack Yeats’ y el análisis de su cuadro The First Away, “la cabeza y los hombros de un hombre con el cielo de fondo. La forma en la que están unidas, formando un todo, la suave y lechosa superficie del cielo y la pintura cuajada que define los rasgos del hombre son un milagro de ajuste tonal y de color, tan refinado como cualquier fragmento de Georges Braque”.

 

Completan el conjunto piezas típicamente perspicaces sobre Peter Peri (“Creía que tener razones de peso para despreciarse a sí mismo sería lo peor que podía suceder. Esta creencia, que no era una idea ilusoria, era la medida de su nobleza”), junto a Ossip Zadkine, Le Corbusier, Victor Serge, Aleksandr Herzen y Walter Benjamin (“no fue un pensador sistemático. No llegó a nuevas síntesis. Pero en una época en la que la mayoría de sus contemporáneos seguía aceptando una lógica que ocultaba los hechos, él previó nuestro interregno”). Como ocurre siempre con la escritura del británico, el teórico sucumbe al político, y éste a una humanidad sincera.

 

El dibujo es esencial para la construcción del artista y el arte; no sólo a través del acto físico de dibujar, sino a través del viaje emocional y espiritual que implica. Bajo el epígrafe ‘Éxito y fracaso’, se incluyen retratos de Watteau, Fernand Léger, Lovis Corinth y Camille Corot, pero sobre todo se indaga en su faceta de dibujantes. Tal vez por ello, la imagen de Lovis Cortinth que se nos ofrece es despiadada: “No profundizó en nada (…) Y así, finalmente, cuando los gestos y los procedimientos le fallaron, cuando quedó reducido al estado desesperado del Rembrandt y del Hals que tanto admiraba y recurrió a sus altisonantes abstracciones, estas también le fallaron. Todo estaba vacío”. El retrato que se nos muestra de Camille Corot es, por el contrario, condescendiente: “En la obra de Corot se insinúa mucho de lo que vendrá después, pero son las insinuaciones inconscientes de un hombre que prefirió no ver lo que estaba sucediendo, lo que estaba cambiando a su alrededor”.

 

A través del dibujo y una técnica básica, el artista se descubre a sí mismo y se enfrenta a aquello que odia: “… otros porque ponen a prueba su vida y desean dar sentido a su existencia. Estos últimos suelen ser más pertinaces en su lucha” (‘Disolución revolucionaria’). Si bien la pintura de caballete ha quedado obsoleta, aún no se ha encontrado una nueva función social que ocupe el lugar de ésta. “Un artista en solitario no tiene poder para crear una nueva función social para el arte. Esta nueva función solo puede surgir de un cambio social revolucionario” (‘El pasado visto desde un futuro posible’). Un arte revolucionario será aquel capaz de trabajar con la materia, con hombres que sean más que meras imágenes de hombres, que permita diseccionar las propiedades del “ser humano” y consiga dar forma a los primeros esbozos de un arte futuro.

 

Se argumenta en favor de ese arte nuevo, en esencia realista, en ‘Entender una fotografía’, tal vez uno de los ensayos más celebrados del inglés, donde se resalta la capacidad de la fotografía para reflejar al individuo a través de la representación de las emociones comunes, acciones y objetos, en clara antítesis con el movimiento expresionista abstracto americano entonces popular e individualista. “Cada fotografía es, en realidad, un medio de comprobación, de confirmación y de construcción de una visión total de la realidad. De ahí el papel crucial de la fotografía en la lucha ideológica. De ahí la necesidad de que entendamos un arma que estamos utilizando y que puede ser utilizada contra nosotros”.

 

Completan la colección ‘La soledad de Checoslovaquia’ y ‘La naturaleza de las manifestaciones’. En el primero, escrito tres días después de la invasión de este país en 1968 por Moscú, la nación actúa a modo de esbozo de la contradicción inherente a cualquier actividad colectiva. A través de una amplia selección de tonos y líneas, se avanza en la comprensión de la esencia de la humanidad. La manifestación masiva de obreros y obreras del 6 de mayo de 1898, que culminó en tragedia, actúa en el último ensayo de la serie a modo de metáfora de la creatividad como descubrimiento privado del sujeto.

 

 

La lengua golpea la frase

 

En la obra de Berger, la escritura y la reflexión sobre su proceso jamás concluyen. Pensar no es volver una y otra vez al principio, sino avanzar hacia adelante y hacia atrás, con la esperanza de encontrar la aclaración que buscamos en el camino. Una insubordinación tácita pero decidida se refleja en la poesía del británico. Parcos en palabras, sus versos rebosan ironía. Un poema típico emplea una sintaxis meticulosamente orquestada para dirimir entre ética y estética. De hecho, su poesía señala la frontera (nada clara) entre ambas categorías: “Pájaros como letras alzan el vuelo/ –sí, alcemos el vuelo– / se ciernen en círculos y se posan en el agua/ junto a la fortaleza de lo ilegible” (‘Páginas’).

 

Poesía 1955-2008 (Círculo de Bellas Artes, 2014), en edición bilingüe de Jordi Doce y Nacho Fernández R., es una muestra casi total de su obra lírica. Acompaña a la selección un CD que recoge, con la voz del autor, veintiuno de los más de setenta poemas incluidos, grabado en 2010 durante una de sus visitas a la institución madrileña. Poeta de la precisión y la reserva, su aparente frialdad está henchida de orgullo: “Como un pájaro/ la lengua/ vuela en arcos de palabra escrita// La lengua está amarrada y sola en la boca” (‘Palabras II’).

 

Concisión es calidez. El autor inglés posee un poderoso sentido de lo correcto y lo incorrecto, pero no se apoya en sistema político, social o cultural alguno. Lo difícil de esta posición da a su obra una peculiar intensidad, un evidente estoicismo: “durante las nieves/ amontonadas en las bodegas/ gravemente prestan cuerpo a la sopa// cuando faltan/ no tiene carne el arado/ y los hombres mueren de hambre/ como el gran oso en la noche invernal” (‘Patatas’).

 

La puntuación es típicamente escasa. Una delicada ironía se impone a la ostentación y la acrobacia: “Tendida y muerta en la cama/ con las botas y el traje/ parecía tan alta/ como de novia/ pero tenía el hombro derecho/ más caído que el izquierdo/ por todo lo que había acarreado// En su entierro/ el pueblo vio cómo la nieve blanda/ la inhumaba/ antes que el sepulturero” (‘Muerte de la Nam M.’). Contraria a la hipérbole, la imaginación transforma y distorsiona su objeto de deseo.

 

La ternura de sus poemas es implacable. En su terquedad y vulnerabilidad, los objetos –cucharas, vacas, árboles, nubes– denuncian las múltiples traiciones de lo cotidiano. El poeta no apunta su crítica a regímenes o ideologías, sino a la ceguera y la corrupción que desfiguran la convivencia. Su único enemigo es la vulgaridad. Sus propios defectos no escapan a la censura: “Guarda las lágrimas/ vida mía/ para la prosa” (‘Sus ferrocarriles’).

 

Su poesía, en traducción de Pilar Vázquez, Nacho Fernández R. y José María Parreño, se ocupa de la valentía y la imperfección, la humildad y la búsqueda de la justicia. Sus versos afirman y se reafirman en una paradoja: la mente se libera mediante la conciencia de su propia fragilidad: “el dolor/ no puede// durar lo suficiente// las huellas desaparecen/ bajo la nieve/ el blanco abrazo/ de la partida// he intentado escribir la verdad en los trenes” (‘La partida’). El fracaso se encara con franqueza. Si acaso, el consuelo de unos versos.

 

En esencia, su poética lamenta el innecesario deambular de la metáfora, sus imprecisiones, sus digresiones innecesarias. Sin embargo, es consciente de que la metáfora es una de las maneras de hacer que el mundo sea inteligible, al relacionarlo con lo que ya sabemos. Los versos del poema son los barrotes de una celda: “Mi lengua materna golpea/ la frase/ en el muro de la prisión// Déjame, madre, que transmita/ las voces/ que aúllan al caer como cascadas” (‘Páginas de la herida’).

 

 

*     *     *

 

La escritura de John Berger trasciende las formas y su temática varía de Picasso a la pobreza mundial, de la fotografía a la difícil situación de los campesinos sin tierra. Parece, incluso en la vejez, que sigue conservado la curiosidad y la energía que impulsó a su yo más joven. Sus libros son difíciles de catalogar. Aunque nacido y criado en Inglaterra, siempre ha poseído, acorde a su espíritu cosmopolita, una sensibilidad claramente europea. Ha sido comparado con Umberto Eco o el último W. G. Sebald. “En las letras inglesas contemporáneas”, escribe la escritora y periodista Susan Sontag, “[Berger] me parece inigualable; desde D. H. Lawrence no ha habido un escritor que preste atención al mundo sensual y al mismo tiempo sea capaz de escuchar los imperativos de la conciencia”. Su obra se caracteriza por su afán educativo. Su argumentación no es agresiva: pretende instruir deleitando. La profundidad y la furia de la pasión de su pensamiento nos invita a participar, a protestar, y, sobre todo, a ver con nuestros propios ojos.

 

 

La extracción del olvido

 

Los ensayos de Berger se mueven más allá de la simple yuxtaposición de principios; no sólo se cuestionan sobre las bases del conocimiento humano, sino que muestran una curiosidad cada vez más profunda acerca de la naturaleza del ser humano. Cataratas (Gustavo Gili, Barcelona, 2014) recoge notas y reflexiones Berger después de haber sido operado de cataratas. Al ser la obra de un crítico de arte, novelista, ensayista, poeta y guionista cinematográfico y televisivo, el libro participa de todas esas disciplinas. Su autor relata el redescubrimiento de la vista en carne propia. Compuesto por transcripciones de pensamientos e impresiones, cada texto va acompañado de un dibujo de Selçuk Demirel (Artvin, 1954). El texto en las páginas pares, las ilustraciones en las impares. A veces, el dibujo invade las dos páginas (págs. 58-59). Otras, la reflexión se limita a un dibujo (págs. 64-65). No aparece texto sin ilustración.

 

Los fragmentos son, por lo general, cortos; muy cortos (“Las gotas de luz del alba”); o inexistentes (p. 64). Las ilustraciones en blanco y negro (a excepción de un dibujo del propio Berger, en la página 56, y un dibujo a color de Demirel en la 57). La luz, protagonista del libro, acaba ocupando texto e ilustración. Cae sobre la última página de Cataratas, en blanco. La luz, pues, tiene la última palabra: silencio.

 

Tal y como nos advierte el primer fragmento del libro, la palabra de origen griego catarata posee el doble significado de cascada y verja levadiza, una obstrucción que desciende desde lo alto e impide el paso. Antes de comenzar la lectura estamos, literalmente, ciegos, como el propio autor. Sólo nos asiste, desde la portada, un dibujo de Demirel, un enorme ojo que nos mira. Es el primero de la larga serie de dibujos que ilustran el libro. (Por cierto, ilustrar es sinónimo de iluminar, alumbrar, dar color).

 

A medida que leemos, el texto y las ilustraciones nos ilustran, nos enseñan, al igual que al propio autor, que (re)crea el mundo según lo va viendo, viviendo, escribiendo. Lo que ve es como si lo viera por primera vez. Los colores, al igual que las impresiones, son puros. El blanco, el azul, los grises, los verdes. Como vistos por los ojos de un niño. No en vano, la infancia es el tiempo del descubrimiento y la amistad (“mis ojos la han abrazado como quien abraza a un amigo al que hace mucho tiempo que no se ha visto”). Los dibujos de Demirel ahondan en el espíritu naif del texto. No en vano, Demirel es un experto en el álbum ilustrado infantil. El diseño gráfico de Pau Aguilar para Gustavo Gili es el adecuado: un libro de pequeño formato, apto para unas manos infantiles.

 

El lenguaje es, en esencia, poético. Abundan la hipálage (“la luz… calma y silenciosa… las sombras… hacen ruido”), la personificación (“la luz te pone una mano en la espalda”) y la polisemia (“extracción de las cataratas… extracción del olvido”). Lo poético privilegia lo intuitivo, y la intuición, ya se sabe, es raíz de la filosofía, del amor por la sabiduría. Por el conocimiento. De esta forma, leer Cataratas no es sólo haber leído, sino haber visto, y por lo tanto descubierto. Lo mismo podría aplicarse a haberlo escrito.

 

El título original es Cataract (Notting Hill Editions, 2012). La traducción de Pilar Vázquez es precisa y luminosa. Sabe acercar el original al lector en castellano. Por último, contiene una de las definiciones de literatura más hermosa que he leído en mucho tiempo: “Miras los objetos y el pan que están sobre la mesa, el cuenco de barro en el que la mujer está vertiendo la leche de una jarra, y la superficie de todo ello parece cubierta por un rocío de luz”. Como suele ocurrir con los libros del pensador londinense, uno se queda huérfano cuando los ha leído. La sensación dura unos días, en los que uno está ansioso por llenar el hueco del libro acabado.

 

 

Un ojo infalible

 

Como hemos dicho antes, la filosofía de Berger no busca inculcar principios. Sus ensayos no presentan un conjunto claro de valores (aunque sí que conceden gran importancia al arte y la pasión), sino un patrón cambiante de preferencias de disposición extendidas a través del espacio y el tiempo. En la primera sección del volumen Para entender la fotografía (Gustavo Gili, 2015. Traducción de Pilar Vázquez), Berger analiza la fotografía de 1967 del cadáver del Che Guevara (“Es una imagen que exige decisión, tanta como puede llegar a exigirla una imagen sin palabras”); a continuación, se aborda el sentido último de la fotografía (“Uno aprende a leer las fotos de la misma manera que aprende a leer las huellas o un electrocardiograma”); se disecciona, por último, el uso del fotomontaje en la toma de decisiones políticas y el efecto de choque que tienen las imágenes de guerra (que consiguen despolitizar las causas bélicas, ya que acusan “a nadie y a todos”).

 

La segunda sección del libro se ocupa de las representaciones de la agonía; el ensayo ‘El traje y la fotografía’ es una meditación sobre el retrato que hace August Sander de tres “jóvenes granjeros” vestidos de forma elegante en 1914. Se recupera para el lector la idea gramsciana del traje como símbolo de hegemonía cultural del “poder sedentario. El poder del administrador y de la mesa de conferencias”. Los ensayos sobre Paul Strand y su “ojo infalible para lo esencial”, W. Eugene Smith, André Kertész y Henri Cartier-Bresson, el cual, en palabras del autor londinense, logra atrapar “el instante y su eternidad”, son imprescindibles, así como las piezas escritas para exposiciones o catálogos, que se ocupan de una amplia gama de artistas (Marc Trivier, Jitka Hanzlová y Ahlam Shibli, entre otros).

 

Una profunda humanidad y un infalible olfato político asisten al teórico. En esta colección, seleccionada por el novelista y ensayista Geoff Dyer, autor de un estudio crítico de la obra de Berger, Formas de contar, y un libro aclamado por la crítica de fotografía, El momento en curso, se cuestiona no solo el significado real de lo que vemos, sino también de lo que decimos. El autor no escribe sobre la fotografía sino desde la fotografía. Esta nueva selección de más de 20 ensayos, ordenada cronológicamente a lo largo de 40 años, algunos de ellos publicados por vez primera, es una lectura esencial para cualquier persona interesada en comprender el poder de este medio omnipresente.

 

 

La representación de lo oculto

 

Donde Descartes formula preceptos que podrían construir una comprensión de lo que sabemos y lo que somos, Berger, al igual que Montaigne, duda de todo hasta convertir la verdad recibida en una experiencia personal. Difiere, pues, de una concepción fundamentalista del método. Lo hipnótico del fraseo, las sugerentes conexiones y las galaxias enteras de erudición junto a la melancolía implacable del libro, hacen de Desde el taller (Gustavo Gili, 2015) un recorrido sinuoso a través de la historia del arte, a veces, delicioso, a veces sombrío. Asistimos en sus páginas a la charla que mantienen Berger y su hijo, el pintor y escritor Yves Berger, junto al crítico y ensayista Emmanuel Favre. La relación entre ficción y no-ficción es tentadoramente clara. Los lugares y los eventos se suceden, a la deriva, a través de la lisa superficie de la prosa conversacional, al igual que los sueños y las especulaciones.

 

La trama, tanto como puede tenerla un diálogo a tres bandas, avanza a través de sus epifanías. Leer la conversación que mantienen Berger et alii, en su espacio de trabajo, en Quincy, Alta Saboya, nunca es agotador: es como leer decenas de manuales de historia, uno tras otro. No hay restricción alguna en la frecuencia con la que los contertulios introducen temas y símbolos favoritos. Como en otros libros (Sobre el dibujo (2015), La apariencia de las cosas (2014), Para entender la fotografía (2015)), el análisis del arte mundial es auto-análisis. De la primera página a la última, es como si nos estuvieran lanzando un reto: seguid nuestras obsesiones, o renunciad ahora mismo.

 

Sostiene Berger: “El lugar y el tiempo son dos entidades inseparables. La pintura, las imágenes pintadas, son una respuesta al tiempo lineal o digital. Esta respuesta es el fundamento del acto de pintar… la presencia de una ausencia, la representación de lo que el mundo esconde”. Las reflexiones de los eruditos son vehículos para una visión del universo. Los interlocutores están obsesionados por la pintura, y en particular, por cómo el aparente racionalismo que exhibe puede convertirse en monstruoso. Replica Yves Berger: “Hay que actuar como lo hacen los campesinos cuando una vaca está a punto de dar a luz… a veces es necesario meter la mano en la vaca y buscar en el interior. En pintura, es frecuente tener que meter la mano dentro… para ver cómo se presentan las cosas”.

 

Fotografías, dibujos, lienzos y libros constituyen el territorio a explorar. Las intenciones del londinense y sus homólogos, son tanto emocionales como intelectuales. Afirma Yves Berger: “Pintar un buey desollado es reconocer al animal y la carne, el ser vivo y el alimento, pero también el pasaje entre ambos, que siempre ha tenido un carácter sagrado… es reconocer a los hombres que participan en este trabajo… al que cría el buey, pero también al que lo destripa… al campesino, al igual que al descuartizador”. La erudición, como vemos, siempre viene acompañada de un sentido de la fragilidad humana: las teorías artísticas son un escape; el detalle en las descripciones y las digresiones de la conversación apuntan a la imposibilidad de una plena comprensión del mundo.

 

Desde el taller es, en última instancia, no solo una historia del arte sino la historia de una vida. El uso de una infrecuente buena memoria, y el impulso de una, aún más infrecuente, pasión conocedora lo convierten en una epopeya convincente. A menudo, la lectura de una obra así no significa leer sobre el pasado, sino ver el mundo a través de los ojos de alguien que pertenece al pasado y, de esa forma, anticipa el futuro. En este libro, la conversación se complace en registrar los detalles del mundo que nos rodea. Su escritura, la forma en que parece formar un universo cerrado, hacen de este libro un artefacto seductor.

 

 

Una huella deliberada

 

Su prosa deambula en un estilo típicamente conversacional. Tanto es así, que uno puede dejarse llevar por ella, abandonarse a la deriva de su ensueño; se detiene de forma brusca, a veces en mitad de un pensamiento: “Se me ocurrió que tal vez podríamos ir todos juntos, no para hacer un documental sino para contemplar y dar testimonio del lugar desde perspectivas muy diferentes”. En la crónica Cuatro horizontes (Gustavo Gili, 2015. Traducción de Pilar Vázquez), se transcriben las conversaciones mantenidas entre Berger y el artista, fotógrafo y editor John Christie, y las hermanas benedictinas Lucía Kuppens y Hinckley Telchilde, tras una visita conjunta a la capilla de Ronchamp de Le Corbusier, en 2009.

 

“No hay ni un solo ángulo recto propiamente dicho, todos los ángulos rectos están modificados de un modo u otro. Tampoco el juicio tiene ángulos rectos”. Comentarios como estos, aparentemente anecdóticos, poseen un tinte palpablemente alegórico, que alude a nociones más amplias de lo divino y lo humano. La visita del autor de Formas de ver (1972) a un edificio religioso es un episodio más en la carrera de un crítico de arte combativo, un escritor radical y un retador consistente del poder institucional.

 

El libro Cuatro horizontes supone una instantánea no sólo de su relación con el arte y su mundo, sino de sus vínculos con la sociedad y la autoridad en general: “… las campanas están fuera de la capilla, entre los árboles, se mueven y suenan entre los árboles (…) la voz es la de esa campana (…) hay como unos ecos, no solo del sonido, sino también de esos árboles”. Esta obra sui generis combina el compromiso social con el espíritu del dibujante en una serie de bocetos semi-autobiográficos, a través de los cuales explorar el mundo alrededor, para encontrar nuestro lugar.

 

En el trascurso de la visita, lo oímos hablar con sus acompañantes, que reflexionan sobre los temas más variados, prestando voz a lo que no la tiene. Como afirma John Christie, “el horizonte fue una de las cosas en las que se fijó realmente Le Corbusier en su primera visita (…) Los cuatro horizontes le hablaron (…) incluso sin tener en cuenta las connotaciones religiosas ni el hecho de que allí ya se hubiera levantado una iglesia”. Se trata, en cierto modo, de un volumen misceláneo, como todos los de su autor, ya que no es directamente un estudio sobre la arquitectura de Le Corbusier (La Chaux-de-Fonds, Suiza, 1887-Roquebrune-Cap-Martin, Francia, 1965), sino sobre el arte de mirar el mundo.

 

Su diseño incorpora, de forma elegante, texto, dibujos y extractos de largas conversaciones sobre la Historia del arte, además de fotografías que hablan por sí solas. Como un libro de auto-ayuda, trata de persuadirnos para ver lo que está a nuestro alrededor, lo maravilloso y lo terrible (“La humanidad necesita continuamente del teatro”, afirma Berger), aunque también lo espiritual. (“… la forma de exponer [la cruz] y su sencillez transmiten de alguna manera la humanidad de Cristo más que su trascendencia”, sostiene Sor Lucía). En cierto modo, se rompen con las convenciones de la mirada, a base de conversaciones que reflejan diversas formas de ver.

 

“Entonces reparé en que al lado del hombre modular había una huella de una mano. Una huella dejada deliberadamente, una huella que formaba parte de la decoración”. El inglés ha escrito novelas, obras de teatro, poesía, traducciones, crítica y periodismo; ha colaborado con cineastas, fotógrafos, actores, directores y otros artistas y activistas en diversos proyectos artísticos y políticos. En Cuatro horizontes emerge como un compañero, un guía que distingue, de forma cartesiana, entre lo físico y lo espiritual: “Probablemente era la mano de Le Corbusier. De ser la mano de cualquier otro, podría ser un monumento a su memoria”.

 

 

La disposición intersubjetiva

 

Para llegar a la obra del autor que nos ocupa uno debe resistir el deseo de encontrar proposiciones subyacentes y sistematizables en su escritura. Hay que leer, es decir, volver una y otra vez sobre lo escrito para calibrar lo que el autor opina en contra de lo que uno piensa que la persona que está leyendo opina. El pensador inglés evoluciona del estoicismo al escepticismo, y de ahí al epicureísmo, mientras muestra un creciente interés en las peculiaridades humanas. Esto no significa, sin embargo, que sus ensayos y poemas deban ser considerados simplemente escritura autobiográfica. Son mucho más que una forma de autobiografía: pertenecen a una forma de discurso en la que lo que se dice es mucho menos importante que el proceso mediante el cual se dice, y en el que el movimiento de la mente importa más que las proposiciones que lo describen. El asombro, la fluidez y la mutabilidad prevalecen a los preceptos que los describen.

 

Sus procesos de pensamiento y sus cambiantes actitudes hacia la tradición, sus reflexiones sobre lo que ha experimentado o lo que ha leído y vuelta a empezar, le permiten escribir a placer en lugar de utilizar una forma metódica; es decir, el lector construye, junto al autor, a medida que lee, un sentido de los hábitos mentales que subyacen a los senderos asociativos, a los avances y retrocesos de cada ensayo. Retirarse a la elevada torre del pensamiento bergeriano (al igual que en el caso de Descartes o Montaigne) implica experimentar la lectura como un juego de disposición intersubjetiva. Las yuxtaposiciones de diferentes ejemplos y actitudes pretenden absorber su aprendizaje a partir de una infinita variedad de fuentes. Este tipo de formación fomenta necesariamente el respeto por la costumbre tanto como una rebelión creativa contra ella.

 

 

 

José de María Romero Barea (Córdoba, España, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Autor de poemarios como Resurrecciones (Asociación Cultura y Progreso, 2011), su última novela se titula Mitze Katze (Ediciones Amargord, 2016). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Giorgio Agamben: el espíritu que viveRicardo Piglia: una vida no bastaPaul Celan e Ingeborg Bachman: la negación, el olvido y Octavio Paz: explicar y consolar. En Twitter: @JdMRomeroBarea

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