Amo las fórmulas, la inmovilidad de su perfección.
Y la ruptura del salto
Clara Janés
Uno de los temas de Los astros subterráneos, estudio de la escritora Araceli Mancilla, publicado por la Universidad Veracruzana y tejido en torno a la evolución poética y personal de Clara Janés hasta su libro Variables ocultas, es el mito como forma elemental de conocimiento. Si el mito es un saber primero y último que jamás olvida una penumbra original que espera al final de cualquier meta mantendría entonces con la poesía una complicidad secreta: la certeza paradójica de que conocer, en los márgenes de nuestra ortodoxia ilustrada, es darle forma a lo desconocido, llevarlo a la palabra. El hombre se eleva en cuanto desciende. Y esta sabiduría, al decir de Janés, no sería lejana a una ciencia contemporánea que se aproxima de modo probabilístico a una naturaleza cuántica, que pulsa con una emisión discontinua de energía. Tal vez el mismo dios de los mortales –sugiere la poeta Araceli Mancilla– alienta a ráfagas, en una latencia que no está al alcance de un modo suprasensible de saber.
El mito y la poesía deben atender al estado de las cosas en su presencia salvaje, antes de su codificación por las categorías sociales que las fijan en modelos seguros. Este gesto implica también atender al agua vinculadora entre los seres, un subsuelo freático que vivifica cualquier territorio que pisemos. El ritmo de una escritura que se someta de este modo al imperio de lo sensible consensa la infinita flexibilidad del tiempo en un instante memorable. Tras este fondo mítico convergente, y las estructuras antropológicas de lo imaginario, lo sexual reaparecerá siempre como un tipo de relación donde lo humano se pone en juego para descender. Ni siquiera tiene por qué aparecer el rostro de un hijo con nombre propio, pues basta con que el humano se sienta en sí mismo hijo; descendiendo de la maternidad impersonal y anónima de la tierra, dialoga con cada cosa que se le acerca.
Es conveniente señalar que ambas escritoras parecieron gozar de una infancia grávida de “quietud hispana” (Borges), de un misterio vegetal y mineral trenzado con ternuras familiares, visitas a silenciosos lugares pétreos y liturgias vespertinas de lectura. En un caso y en otro, las dos mujeres parecieron no conformarse con la belleza. Es propio de ésta, cuando no es narcisista, tener que pasar la prueba de una grave verdad. Esta belleza es similar a una magia que no renuncia a la más áspera realidad, una especie de realismo que incluye las últimas migajas del sueño. Se podría decir que ambos casos, en este libro donde una poeta va de la mano de otra, es la enigmática belleza del mundo la que da que pensar, tirando de una cabeza que ha de ordenar un rompecabezas con mil fragmentos diarios, sin rechazar nada por feo o insignificante. Escuchados en el timbre de su alma, una persona o una cosa ya son bellas si se las deja ser y se descubre –diría Walser– que en su interior algo reposa.
Una y otra mujer crecieron entre libros. Una y otra, Clara Janés y Araceli Mancilla, en un curioso signo compartido, se crían en un estrecho vínculo con la figura del padre. Es posible que una relación privilegiada con la virilidad paterna ponga en ciertas mujeres la fuerza tutelar de una verdad no antropomorfa que de otro modo, sin esa simbiosis de padre e hija, asusta fácilmente a la especie. La sombra del padre ayudaría a la sensibilidad ahistórica de lo femenino a encontrar una vía de resistencia en la tempestad abstracta del afuera. Ayudaría también a resistir la tentación de integrarse en un cuerpo social que, con frecuencia, ha laminado a la mujer, igualándola a la torpe insensibilidad del hombre industrial. Como si el hombre –animal erguido que ha olvidado el niño que era– fuera en casos señalados solamente la costilla de Eva, un órgano para que la verdad femenina del mundo, que no debe dejar ninguna noche fuera, se cumpla algún día. Por lo pronto dos mujeres, Janés y Mancilla, se presentan como inteligencias profundamente intuitivas, sometidas voluntariamente a la potencia erótica de lo sensible. De ahí que, en las dos, la poesía sea una primera manifestación de la verdad, no el adorno secundario de una realidad literal que abordarían antes la ciencia, la información o la economía.
Amapola de los campos solos, inobservada. Flor trasegada, aparecida débilmente en el yermo. El trazo fue primero como un clavo en el lodo, un ala que se confunde con la negrura de la ondulación (p. 87). Para Janés late por doquier un comportamiento probabilístico de la materia, hasta en las rocas, un deseo terrenal que la poesía y el arte recogen. Curiosamente, a la vez que la mecánica cuántica reconoce una alta indeterminación a la materia hasta ayer inerte, otra clase de ciencia colabora para hacer de los humanos una masa previsible y maleable.
Si hoy la percepción corre tanto peligro, o más, que el pensamiento se debe al hecho de que es la sensibilidad quien piensa primero, sirviendo materiales al concepto. La tarea de un pensamiento fiel a lo sensible es adivinar el presente, el movimiento secreto de un magma en marcha. Significativamente, es la fe en el laberinto de lo visible lo que hoy está en entredicho. La confianza en el porvenir vendría por añadidura, desde una necesaria contingencia que ha de ser escuchada antes, en el dédalo de una presencia cuyas claves viven sumergidas. La confianza en el futuro, incluso la que nos libra del temor a la muerte, vendría después de que la palabra primordial sea revelada al hombre desde el mismo humus de una tierra que ama esconderse. La repetición rítmica, recuerda Mancilla, recrea en la poeta Clara Janés un tiempo arquetípico que también motivaba a Octavio Paz. Nutrida de una “materia astral” que se vive en la más inmediata cercanía, la poesía es el trabajo de transformación (Rilke) en el que lo visible y mortal se salva en lo invisible. A diferencia de una industria que conserva las sustancias añadiendo una alteración al material original, el arte conserva abrazando la incorruptible caducidad de las cosas, amando la irremediable perdición que sobrepuja en lo real. Arte de la metamorfosis y las permutaciones, la alquimia del verbo recoge el campo de fuerza de la masa oscura de la materia y permite que una cosa advenga en otra. El don de la boca se pone al servicio de la arena y el viento para formular la transformación (p. 102).
A semejanza del organismo petrificado, mineralizado por el tiempo, Clara Janés querría convertir también cada uno de nuestros momentos cruciales en un monumento duradero. Para salvarnos en lo irremediable, la poesía busca que cada pequeña contingencia del día, entendida como el signo de un juicio final, se convierta en la donación que señala un momento del espíritu. Se trata de una condensación súbita (p. 57) que prolonga su potencia de umbral, como una vela apagada sigue iluminando el vértigo del hechizo. Por la senda que se descubre en cada instante se puede encontrar también en las piedras una entonación elemental del espíritu, un erotismo en el que todo llama a la cópula.
La indetenible quietud de lo mortal nos recuerda que también en los guijarros hay dioses. Incluso los números tienen vida, como lo intuye el niño que los asocia a seres con rostro y cuerpo, aunque él no sepa nada de los pitagóricos y los gnósticos.
Sueño incesante de la ceniza, es como si la muerte se enamorase de su resplandor oscuro (p. 76). En un juego del amor consigo mismo, es preciso redimir lo mortal, atravesar la muerte para conquistar la eternidad que pulsa en la más breve duración. Es necesario vestirse para entrar en la muerte, tal vez la más alta de las acciones o ceremonias humanas, de cualquier decisión que nosotros podamos tomar. Todos nuestros estados anómalos de percepción son producto de un estado de latencia entre la vida y la muerte. La muerte y la intensidad de lo vivo, al menos según Rilke, son una sola cosa. Ahora bien, la percepción lograda por el silencio es una desconexión que hoy, rodeados como estamos del estruendo de convergencias masivas, nos cuesta mucho.
Bajo el miedo que alimenta nuestro espectáculo permanente una vieja sabiduría oriental y occidental sugiere que el horror fundamental que está en el suelo de lo humano, si tenemos el valor de escuchar su fatiga, llegará a sonreírnos. Cercada por una sociedad maniquea, la poética moderna intuye que no hay otra posibilidad que vencer el mal radical abrazándolo. Se trataría entonces de invertir la muerte desde el centro de la muerte, logrando –a fuerza de complicidad con la gravedad– una anti-gravedad que actúa como un manto de sosiego. El resultado es esa “alegría de la nada, tan compleja” (p. 97), dice una Clara Janés que Mancilla recuerda sonriente en una charla de verano.
El fruto es una pueril nada de la revelación, el juego de un acontecimiento en estado puro que, por carecer de sujeto reconocible, rehace desde sus nervios al sujeto. Se trata del regreso de una potencia, una posibilidad de umbral que adviene tras el último acto. Donde se percibe “el claro no ser que, sin ser, es”, escribe como si nada Araceli Mancilla descifrando a Janés.
Salvando las cosas, dejándolas ser en su insalvable penumbra, se salva también al hombre, una otra humanidad donde puede resonar aquella olvidada frase de Cortázar: “Parece una broma, pero somos inmortales”. Sin duda la muerte es lo que nos atormenta; también es lo que salva en momentos cruciales, como si fuera la madre de una belleza que no tiene oposiciones. Lo que Mancilla llama hierofanía, recordando a Eliade, es la manifestación de lo sagrado a través de un objeto –a veces insignificante– que resplandece en el corazón mismo de lo profano. Atento al iris incesante de la noche, el poeta cuida el creciente fértil de un silencio que no duerme. La difícil inmanencia de sagrado en lo profano exige atender a una alta definición de lo indefinible, a una alta indefinición donde un solo pétalo –forma y color que encalma lo que nos asusta– basta para que la noche sea habitable. Atender en lo pequeño a la enorme “función de onda” de cada ser. Esperando iniciar la rotación, dice Janés citada por Mancilla, las puertas están atentas (p. 95).
Es cierto, sin embargo, que la revelación de una hierofanía no se alcanza sin atravesar un umbral de terror. Es preciso atravesar lo hermético y aterrador, lo informe que todavía no ha sido nombrado, para que al otro lado se levante una aurora. El espacio sagrado se abre en un encuentro con la otredad que agrieta la tendencia antropomorfa a lo homogéneo. Como si ahí nada crucial se eligiese, sino que resultase de reconocer los signos de lo que adviene sin ser llamado. Para este tipo de sabiduría, que es a la vez una sensibilidad que piensa sin conceptos lo visible, el Tiempo se condensa en cada aliento. Por eso Araceli Mancilla ha de recordar a un Paz en quien cada poema es un cosmos animado que cabe en un solo santiamén.
Cuando el hombre actúa por arcaicos modelos ejemplares, se guía a la vez por una remota intimidad que le hace independiente. Se trata de un misterio que sobrepasa inevitablemente la esfera de lo humano y se refiere a los dioses. Pero, siguiendo a Clara Janés, Mancilla se refiere a una sacralidad que no es nada distinto a la hondura de lo cotidiano, pues en ambas poetas la trascendencia es solamente la profundidad irrodeable de lo inmanente. No es tan extraño que una y otra estén interesadas por una filosofía (Zambrano, Jung, Heidegger, los Upanishads o Watts) que considera la posibilidad de un panteísmo muy actual, pues permite vivir toda distancia en conexiones que surgen desde el centro mortal de cada ser. Tal tecnología, que nace del atraso analógico de la especie, está al alcance de cualquiera, sin la elitista metafísica de oposiciones que condena a la cultura occidental a ser poco más que una secta gigantesca.
El mito y la poesía conciben un orden en el caos primigenio que de algún modo sigue aquí, en el cuántico rumor cercano de un sobresalto remoto. De ahí que Joyce emplee el neologismo caosmos. Precisamente la belleza es –al menos en palabras de Simone Weil– un tipo de bien que se reconcilia con el azar de lo que ocurre en cualquier sitio, a la manera del amor fati estoico que tanto le interesa a Zambrano. También aquí hay dioses. Prueba de nuestra nostalgia del misterio, recuerda Mancilla, hay huellas de mitos antiguos en casi todas las celebraciones del hombre contemporáneo. Como si el mito tuviera primero su estructura en la propia psique, necesitamos darle forma a atavismos inmemoriales, un origen remoto que todavía sigue pulsando en el material pululante que nos rodea.
Lo espectral, un sobresalto remoto cuyo rumor sigue, atraviesa la presencia y nos despierta de la tendencia a un inerte automatismo. Liberar la imaginación de corsés intelectuales, esos modelos previos con los que afrontamos la realidad, es liberar también la sensación de la opinión. Janés, en una obra polígrafa que abarca la poesía, la novela, el ensayo, la crónica de viaje, la traducción y el relato corto, es para la poeta Araceli Mancilla el nombre propio de una travesía que no excluye nada, de la ciencia cuántica a la narración. Hay una vida subterránea en la naturaleza, en una tierra más profunda que todas sus leyes y que, por la misma razón, se cuela por las rendijas de nuestro mundo asegurado. En ambos casos, Clara y Araceli, la primera patria de la infancia nos abre al enigma de la tierra. Rituales de lectura y ensimismamiento, de atención a la música que cruza la oscuridad y a los fantasmas que perviven en la presencia más cotidiana, permiten la solidaridad con una plenitud de lo ausente, ciertos acordes de niebla que no pueden ni quieren devolvernos la mirada.
Columnas de presencia, escribe Janés, tal vez aludiendo a esa sacralidad de lo más nimio. La hospitalidad con ese ser–ahí permite una inmortalidad que es fiel a la violencia de la finitud. La revolución más difícil es atreverse a ser, despertar a una existencia que nos hermana con todo lo que calla. Las otras revoluciones pendientes, incluso las más perentorias, podrían venir por añadidura. Sin la revolución de atreverse a existir de otro modo, todas las otras revoluciones serán meramente históricas y repetirán una mascarada sangrienta.
Existe un rayo de alba que atraviesa el silencio y fue considerado por los místicos sufíes una pequeña resurrección (p. 92). Una resurrección que, en el caso de Clara Janés, se da a través de Vladimír Holan y su Una noche con Hamlet. Escribir no es tanto fugarse como volver, abrazando unos momentos que están siempre en vías de extinción. Escribimos para creer en lo visible, esa fenomenología de lo inaparente. En tal aspecto, escribir no es nada distinto a vivir, escuchar, amar. Mancilla recuerda de hecho que Clara Janés desconfía de la cultura para buscar la exterioridad de lo permanente. Llegados a este puerto se debe descolonizar el uso de la palabra para volver al calor de la tribu. De ahí la fascinación, en ambas poetas, por la precisión incomparable de la mística; también por Cirlot y su nexo con los símbolos cultuales, con un materialismo neoplatónico que, emparentado con el delirio del Barroco –Leibniz como precursor de Schrödinger– reconoce la infinitud del laberinto en cada momento del universo.
Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Entre sus libros últimos cabe destacar Votos de riqueza (Madrid, 2007), Roxe de Sebes (Los libros de fronterad, 2016) y La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011). Sobre el freno al pensamiento en Occidente y otras cuestiones afines, el autor ya ha dicho casi todo lo que tenía que decir en su último libro Sociedad y barbarie (Melusina, 2012). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Sobre la inquietud espacial de las poblaciones. La condición de extranjero, Mañana en Cuba, De Oaxaca a DF. Impresiones de un pasajero inmóvil, Marx en red. (El origen de la religión verdadera) y Cuarteto neoyorquino, y mantiene el blog Crítica y barbarie. En Twitter: @ignaciocastrore