No existe eso que denominamos edición definitiva, por mucho que se empeñen los editores; si acaso, fragmentos publicados en vida o encontrados en un cajón. Todo libro es una edición de bolsillo. Su autor habla a los insomnes, siendo él uno de ellos. Un poemario es, a veces, el objeto ideal para tener al alcance de la mano durante esos encuentros con lo mundano que fastidian al alma sensible. Algunos poetas hablan de lo cotidiano: caminan por las mismas calles que nosotros, miran a los peatones, se paran en las tiendas de comestibles, sensibles al paso de las horas y las estaciones. Deambulan inseguros, en una especie de insomnio existencial, sin saber si sueñan o no, si existen o han pasado a mejor vida. Como cualquiera de nosotros.
Paralela a la realidad, la oscilante existencia de ese autor que no es sólo el nombre en la portada del libro que escribe, sino uno de los muchos heterónimos que ha inventado. La del escribiente que nos habla al oído es sólo una de las muchas voces de Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963), diferentes personajes, identidades imaginarias o no que leen la escritura del otro para escribir su propio obituario. Los ensayos y poemas del melillense suponen una colección de observaciones e introspecciones fragmentadas y serpenteantes que podrían describirse como una novela o diario del insomnio, escrito por alguien que desafía la nebulosa, abstracta y a veces aterradora naturaleza de la conciencia.
Lo que importa
Estos poemas constituyen una colección de cartas del alma. Si hay un tema, es la alienación. Para cada una de las voces de su libro Lo que importa (Editorial Renacimiento, Sevilla, 2015), Rivero Taravillo ha concebido un lenguaje y una técnica peculiares, una biografía compleja y un contexto literario que da lugar a sutiles interrelaciones y reciprocidades. Lo que importa es un poemario al uso, pero también un cuaderno de dibujo, un dietario filosófico, un mosaico inquietante de sueños, anotaciones psicológicas, máximas, fragmentos de teoría y crítica literaria.
La vertiente imaginista y la concreción del ideograma se combinan en la sección ‘Milagros del atardecer’; su estilo limpio, libre de arcaísmos, abarca desde el grandeur (… es misa de una / sobre el mundo. // El día distribuye sus limosnas”) al epigrama (“Ave / a los que van a morir / en este edén / en que la enroscada serpiente / es la mondadura de la manzana”). Las supuestas traducciones de Humberto Fabbro son réplicas a la obra de un poeta “con temas y tratamientos afines (…) lecturas y experiencias comunes”. Son, sobre todo, un acto de crítica: al mostrar cómo la imitación es central al concepto de originalidad, apuntan a la porosidad del proceso creativo: “Mientras, espejo sin azogue que también me copia / el vaso se vacía lentamente”.
Si hay un hilo común, es el de la introspección. En la serie ‘Sala de espera’, el poeta se pregunta a sí mismo y a los espejos de vida que ha contribuido a crear. La soledad permea ‘Cenizas’: “… hoy me traéis / nítido a mi padre hace cuarenta años”. Nada puede devolvernos el sueño de ser otro. La introspección está llena de peligros: “… frágiles, deshaciéndoos, / tenéis la solidez de lo indeleble”. El paisaje es espectral: “No ha terminado la combustión”. Para crear, el poeta se destruye. Lo que importa se enfrenta a lo que no. Se suceden las epifanías. ‘Columpio’ es plegaria que encapsula la alteridad. Su sentido de la comedia es agudo: “Con los pies en el suelo, / él es mis alas; cada vez más arriba / soy sus raíces”. Su auto-burla roza el surrealismo: “La gravedad y su ley // La ley de la grave edad”. Al alejarse, el poeta se encuentra: “Hay un momento en que están / a la misma altura nuestros ojos”.
Hay destellos de humor astuto, junto a momentos en que el libro se lee como el diario existencial del hombre de ninguna parte. Hay versos que se repiten como un lamento. Autor de versiones de John Keats, Alfred Tennyson o Robert Graves, entre otros, Rivero Taravillo es, en esencia, traductor. Sus poemas se benefician no solo de esa disciplina, sino de la filosofía, la crítica y la teoría lingüística. Al igual que Borges o Beckett, la mentira del monolingüismo es aparentemente ingenua. Su genio políglota subyace y se refleja en su auto-dispersión en diversos y contrastantes personae. Todas estas facetas convergen en “una identidad que es alteridad, / el infinitivo, el gerundio. / Las formas no personales del verso”.
Ser y no ser
¿Qué actitud nos parece más contemporánea, más identificable con nuestros tiempos? ¿La del impermeable y a veces desagradable autor-caracol, o la del escritor con multitud de rostros? El metropolitanismo cansado del mundo suscita ecos simpáticos. Un libro lo escriben, entre otras, las voces que nos han precedido. Algunos poemas no son sino diversión y juego, meros planes de escape para una sensibilidad en desacuerdo consigo misma. Superamos la paradoja creativa indolente del que prefiere no hacer nada, para acabar haciendo demasiado.
El poder de una biografía reside en la humana necesidad de conocer la intimidad de personas que existieron. El de la ficción, en el no menos humano anhelo de imaginar personajes y lugares que nunca han existido. El deseo del Quijote de un mundo donde vivir aventuras sin fin, de un lugar donde prevalezcan las altas virtudes morales, es acaso una versión de nuestro afán de hacer el mundo más real a través de las irrealidades del arte. La habilidad peculiar de Cervantes radica, entre otras, en la forma en la que deliciosamente nos confunde escribiendo sobre odres encantados y gigantes que son molinos de viento. ¿Quién no ha querido alguna vez convertirse en un personaje de cuento?
La galantería del Caballero de la Triste Figura se acerca al autismo: aislado, su relación con Sancho Panza es casi inexistente. Aun así, se mantiene fiel al ideal caballeresco de no quejarse. Sobrevive a las palizas más humillantes sin caer en la autocompasión, conmovedora prueba de que el silencio puede ser una muestra de heroísmo. Cervantes murió hace 400 años, en 1616, el mismo año que Shakespeare. No en vano, la novela más universal se revela además como una historia sobre el teatro: lo que significa interiorizar un personaje, creer en él y representarlo.
“Luis IX me miró fijamente y me dijo: / Empieza tú a mover la batalla. / Todas las lises de plata de su manto / avanzan por el campo” (‘Blanco’, 1961). Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916 – 1973) fue un poeta, crítico de arte, mitólogo, iconógrafo y músico español, que entendió como nadie la fascinación por la máscara, los personajes, los disfraces: “sonámbulo en la vigilia y solo con la ciudadanía de los sueños, religioso entre los surrealistas (…), reaccionario entre los izquierdistas y vanguardista entre los conservadores, extranjero en un mundo que es el mal, el cual le atrae, sin embargo, y sin encaje posible nunca sino en el conflicto”, afirma, acerca del poeta catalán, Rivero Taravillo, mientras investiga al autor del Diccionario de los ismos (1949) y sus relaciones con la Historia, las escrituras del yo y la literatura de la memoria en Cirlot. Ser y no ser de un poeta único (Fundación José Manuel Lara, 2016).
Se diría que Cervantes y Cirlot comparten su gusto por el realismo y las metaficciones, conscientes de sí mismas. Como el caballero andante y su escudero, el barcelonés sufre y discute, aunque consigo mismo. Al igual que Shakespeare, tuvo un cuerpo real en una sociedad cuasi-real. Como Hamlet, el personaje inmortal del cisne de Avon, se debate entre el ser y no ser. “La escisión constante en Cirlot es la que dota la complejidad a su vida y poesía”, sostiene Rivero Taravillo. Nadie mejor que el poeta de Lo que importa o el traductor de Venus y Adonis, de Shakespeare, para rendir homenaje en su biografía no solo al autor de Bronwyn (1967) sino a todos los que alguna vez nos hemos enfrentado a los molinos de viento de la literatura.
La ternura del sonámbulo
Algunos libros son un trabajo de distracción masiva, el trabajo de alguien que debería estar dedicándose a otra cosa: a algo con trama, por ejemplo, con un enfoque más sistemático o más comprometido con el mundo real. Volumen de sueños de un hombre al que no le gustan los sueños, personaje que se sueña a sí mismo como un avatar, lleva Rivero Taravillo el concepto de la inaplicable realidad interior a su conclusión lógica.
Pensamiento y reflexión encuentran en su existencia urbana desarraigada no algo que despreciar, sino algo para ser celebrado con indulgente melancolía. Hace de su inagotable alienación algo asombroso, casi infantil. Lo que importa. Ser y no ser. Lo que se acerca a la ternura del sonámbulo: las numerosas contradicciones del aforista: tolerar apenas la multitud, pero adorar a la gente que ve por la calle.
No hay orden en los mejores libros. Puedes leerlos como quieras. Lo que emerge de la literatura de Taravillo es la imagen de un escritor que sólo podemos definir como una concatenación de impresiones: aforístico, suave, reflexivo y especulativo, patológicamente evasivo, escéptico, pero, sobre todo, wildeano. El autor melillense es, en esencia, un poeta y podemos leer sus libros como una serie de notas para poemas no escritos, poemas en prosa, que toman la forma de ensayos, novelas, traducciones.
Talsi, Letonia, 2017
José de María Romero Barea (Córdoba, España, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Autor de poemarios como Resurrecciones (Asociación Cultura y Progreso, 2011), su última novela se titula Mitze Katze (Ediciones Amargord, 2016). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Marcos Canteli, Benito del Pliego y Andrés Fisher: poetas del parpadeo, John Berger: la mirada, el exilio, la diferencia. La mirada intersubjetiva, Giorgio Agamben: el espíritu que vive, Ricardo Piglia: una vida no basta y Paul Celan e Ingeborg Bachman: la negación, el olvido. En Twitter: @JdMRomeroBarea