Agosto recordó su infancia cuando encendía el primer cigarro de la mañana en la terraza de su cuarto de hotel. Emergió una imagen, fragmentada y deslavada como una vieja impresión fotográfica, de un niño madrileño arisco y malhumorado. Ya desde esos años donde su estatura no rebasaba la altura de un lavamanos, Agosto detestaba: detestaba a los compañeros del cole que lo aterrorizaban cuando lo perseguían en manada a la hora del receso para tumbarlo a puñetazos. A la china de la tienda del barrio que vendía todo más caro. A su padre, cuando le gritaba al televisor durante los partidos de soccer. A su madre, cuando tiraba en un descuido la ceniza del cigarro que fumaba sobre la sartén donde freía el desayuno, que después él se vería obligado a comer con asco. Desde aquel tiempo en el que los espacios y objetos parecían más grandes, Agosto se convenció de que la existencia era un flujo abundante de fealdad, estupidez y desencanto. Tal como ahora.
––Ha pasado el tiempo –murmuró bajo el bigote encanecido. Dio una calada al cigarro y se frotó los ojos azules y tristes de perro resignado al hambre. Se asomó al interior de su cuarto. La luz del día teñía de gris la sobrecama y las paredes. Aplastó la colilla del cigarro en el cenicero y abrió la puerta corrediza para dirigirse al baño.
Su reflejo en el espejo anunció: He aquí a un hombre de mundo. Tenía el cuello del suéter descosido, los cabellos acomodados a capricho de la almohada y el semblante decaído. Y aún así, Agosto es un cosmopolita. Por ocio, hizo una cuenta mental de los días que se aglutinan en sus 25 años de trabajar como guía turístico. Son nueve mil ciento veinticinco. De sus labios emergió un silbido y el espejo le devolvió el reflejo de una boca moldeada como un diminuto agujero negro. Nueve mil ciento veinticinco de saltar de un país a otro, a otro, a otro. Quizá sea exagerado decir que ha dado la vuelta al mundo. En todo caso, ha recorrido Europa, algunos países de América Latina, un par de naciones en África del Norte y estuvo una temporada en China. Nunca ha ido a Australia y por eso no ha visto un canguro vivo, salvo en los documentales de NatGeo.
Está cansado. Desde marzo inició su frenético recorrido en autobús por Europa con distintos grupos de turistas y ya es noviembre. Ocho meses de amanecer en una ciudad y dormir en otra. Todo funciona con precisión maquinal: al llegar a Berlín, ya le espera un grupo de turistas, convive con ellos por días, recorren la ciudad, viajan en autobús a República Checa y en el trayecto, Agosto explica lo mismo de cada región por la que cruzan: población media, actividades comerciales, historia, política. Luego pasan los días, llegan a Budapest y algunos integrantes del nutrido y escandaloso grupo multicultural parten de vuelta a sus países. Pero esa misma noche ya le espera un nuevo avión cargado con otra decena de recién casados costarricenses, abuelas jubiladas provenientes de México, solitarios doctores de Colombia y ruidosas logias de amigos argentinos que se unirán al recorrido del día siguiente. En medio de ese engrudo de nacionalidades, altos muros construidos con desprecio, sorpresa y espanto mantienen a Agosto aislado y seguro del resto de toda esa horrorosa gente.
El conductor del autobús de la agencia turística para la que trabaja Agosto era un checo flaco, alto y seco como un árbol en invierno llamado Peter, pero Agosto le saludó con un “Qué hay Pedrito” cuando abordó el bus. Peter le respondió con una sonrisa amarillenta y una leve inclinación de la cabeza antes de girar la llave. Sentado a sus espaldas, Agosto lo observó acelerar, frenar y cambiar las velocidades de su vehículo, y se preguntó si a eso se limitaba la existencia de un hombre.
––Qué tristeza –murmuró. Al escucharlo, Peter giró levemente la cabeza y de nuevo sonrió. Las señas, algunas palabras en inglés y desesperados gritos en español que Peter se veía obligado a descifrar cuando las cosas salían mal, habían sido su manera de entenderse cuando les tocaba trabajar juntos. A las 8:15 de la mañana Peter estacionó el autobús a dos cuadras del hotel donde se hospeda el grupo turístico, porque era imposible llegar hasta ahí sin violar las reglas de tránsito: en las calles de Budapest los automóviles sólo pueden virar a la derecha.
Agosto corrió: iba retrasado. No pudo darse el lujo de prender otro cigarro, así que sólo llevó la mano hacia el interior del bolsillo de su chamarra y acarició la cajetilla. Eso siempre lo tranquilizaba.
Jadeante y sudoroso, entró por la puerta giratoria del hotel. Quienes ya lo conocían desde días atrás exclamaron “¡Ya llegó Agosto!”, lo cual era una afirmación ridícula, tomando en cuenta que era noviembre y hacía frío. Ignorando el saludo efusivo de Antonia, una rolliza septuagenaria mexicana que hablaba más de lo que él podía tolerar, Agosto levantó su dedo enguantado y se puso a contar. No recordaba todos los nombres y rostros de los turistas del grupo que le asignó la agencia, pero sabía que eran veinte. Después de asegurarse que estaban completos, ordenó que lo siguieran.
Agosto cruzó las calles con paso acelerado, el vaho emanaba de su boca. Cada cuatro pasos miraba hacia atrás para confirmar que el grupo lo seguía. A veces se veía a sí mismo como la mamá ganso que cruzaba la avenida seguida de una hilera de crías. Cuá, cuá, cuá. Los turistas eran eso: unas crías de ganso desorientadas, hambrientas, escandalosas y demandantes.
––¿Dónde está el bus? ¡Se me congela el culo! –dijo Mauro, el viejo y alto bonaerense que tenía una nariz grande y porosa, semejante a una patata, casado con Julia, la bolita de cabello rizado y teñido de rojo que escondía sus ojos ciegos tras unos lentes de aumento.
––¿Ve el edificio rojo de la esquina? ¿El de los grandes ventanales? Llegando ahí damos la vuelta y llegamos prontito.
––¿Y por qué no lo dejó más lejos, ché? Mirá que obligarnos a trotar calles… ¡y la lluvia!
Del cielo cayó una llovizna ligera de alfileres acuosos e inofensivos. Nadie moriría de neumonía por su causa. Aún así, Mauro se quejó y Agosto lo ignoró. Sin perder el paso, el guía abrió su destartalado paraguas rojo con estampados de notas musicales y la silueta del busto de Wolfang Amadeus Mozart, una cháchara que hace unos años era un soberbio souvenir vienés y que se había desgastado hasta parecer un cadáver de pterodáctilo en proceso de descomposición, con la tela desgarrada y las desnudas puntas de las varillas amenazando con dejar tuerto a quien se acercara demasiado. Un ventarrón lo volteó como si fuera un guante, pero eso le importó poco a Agosto, que siguió caminando con las puntas del paraguas señalando hacia el cielo.
Conforme la gente abordó, el autobús se revolvió en gritos y bromas. Los turistas son algo más que crías de ganso. Son un grupo de escolares envejecidos que salen de excursión. Peter encendió el motor del camión y tomó rumbo hacia Pest.
Agosto encendió el micrófono.
––Bueno –dijo con desgano. Se quitó los anteojos para frotar sus ojos. Aún tenía sueño. Repitió:– ¡Bueno! Nos encontramos en la zona de Pest (lo pronuncia con una “sh” que se alarga como suspiro: pesssh). Si asomáis la cabeza por la ventanilla, de este lado podréis apreciar el Parlamento, construido en (…) durante los tiempos de (…) con un claro estilo arquitectónico (…).
Agosto perdió la concentración. En la parte trasera del camión, el grupo de argentinos expectoraba risas de comadrejas. “Gilipollas”, pensó Agosto. ¿Para qué? ¿Para qué esforzarse en educar a una sarta de pelmazos a los que les importaba un comino lo que veían aquí, ahora. Los conocía bien. Tras 25 años sabía que, aunque existen notables excepciones cercanas al milagro, no era la curiosidad lo que movía a la gente ordinaria a emprender un viaje. No era el presente, ni el éxtasis de poner todos los sentidos al servicio de entender y descubrir lo que existía a un mar de distancia de sus ciudades y pueblos. No. Lo que a ellos les importaba era el futuro: regresar a sus casas con la tarjeta de memoria llena de fotografías que serían la prueba de que ellos estuvieron en un espacio lejano, donde se hablaba una lengua desconocida. Qué importaba si no podían señalar en un mapa cuál era el país que visitaron. Era irrelevante si no sabían quién era el hombre al que le erigieron una estatua a mitad de la ciudadela. No les interesaba qué función tenía el castillo frente al cual posaron sonrientes para una foto. Lo verdaderamente importante, lo trascendental era que salieron de vacaciones. Tenían pruebas.
El autobús llegó a la colina de Buda donde Odiseo, el guía de turistas cubano, ya aguardaba a los visitantes. Con un apretón de manos saludó a Agosto en cuanto bajó del camión. Qué hay, hombre. Lo mismo de siempre. Te los dejo un rato, yo regreso en una hora y media. Nos vemos en el Bastión de los pescadores. Los turistas ya no son asunto de Agosto.
Con su paraguas de varillas vueltas al revés, Agosto se abrió paso en la cortina de llovizna. “Qué buen tipo es ese Odiseo”, pensó. “Tan paciente”. Odiseo debía tener unos treinta años como guía de turistas y a diferencia de Agosto, aún mantenía el entusiasmo. Amable con los niños, comprensivo con las señoras, bromista con los hombres, Odiseo dominaba el carisma social del que Agosto carecía, tal vez porque era un hombre sencillo de pasiones modestas. Eso: su vida y sus satisfacciones no eran complicadas. Mientras caminaba al café en las orillas del Danubio donde acostumbraba leer hasta que llegaba la hora de reunirse con el grupo, Agosto rememoró aquella primavera de hace algunos años, cuando él y Odiseo pastoreaban a otro grupo turístico rumbo al mercado central para que hicieran lo que, aparentemente, es la actividad que más los entusiasma: comprar souvenirs.
––A que no sabéis a qué se dedica este tío en su tiempo libre –soltó Agosto a un trío de colombianas que iban en el grupo aquella ocasión–. Anda, Odiseo, mostradles.
Con humildad disimulada y la sonrisa colgada de sus mejillas rojizas, Odiseo tomó el iPhone, tecleó la clave con su rechoncho dedo índice, ingresó a su carpeta de fotografías y mostró a las chicas una imagen en la que posaba sentado, con varios trofeos apoyados sobre el regazo. Odiseo sonreía a la cámara, abrazando con amor sus reconocimientos.
––¡Wow! ¿A qué vienen esos premios? –preguntó una de las chicas.
––Ná-ah-ah. Tenéis que adivinar –dijo Agosto al tiempo que movía su dedo índice a la altura de su puntiaguda nariz. Odiseo lo miró extrañado. Encontraba ridículo que su hostil compañero adoptara de repente la actitud juguetona de un adolescente que se entusiasma frente a tres mujeres. Odiseo tampoco pasaba por alto que las chicas eran guapas y que, al menos durante ese momento, gozaba de su plena atención. Así que infló el pecho y aclaró:
––Gané varias categorías en un concurso de cría de aves de corral.
Las chicas lo observaron con estáticas sonrisas. Hubiera sido preferible mantener el misterio. Cría de aves. ¡Vaya! Pero qué… ¿interesante? Hubo silencio. Las bocas que enseñaban sus dientes ya no eran amistosas. Se habían transformado en ventanitas rosadas desde las que se asomaba burla. Una de las chicas pensó que la cría de aves estaba apenas un nivel arriba de los concursos de calabazas y por debajo de los torneos de peluqueros de canes.
––Odiseo es el mejor, el me-jor criador de canarios de Budapest –Agosto alzó la voz al tiempo que señalaba la fotografía en la pantalla–. Ved a los demás concursantes: qué cantidad tan insignificante de trofeos tienen en comparación con él.
Las colombianas asintieron con miradas condescendientes. Agosto se preguntó, “¿De qué esperaban que fueran esos trofeos? ¿De triunfos pugilísticos?”. Ah. Eso le hubiera gustado al mismo Odiseo. Se lo confesó una noche en un bar. A los quince años, Odiseo soñaba con ser boxeador. Era una lástima que sus reflejos fueran tan lentos y se desplazara con pesadez. Creció, y a los 20 años, cuando su cuerpo ya comenzaba a expandirse y a sepultar aceleradamente el rastro del adolescente pobre de carnes, viajó hasta Budapest para estudiar en la Universidad Politécnica, donde se graduó como ingeniero químico.
––¿Y cómo es que terminasteis de guía, y de criador de aves de corral? –preguntó Agosto.
Odiseo se encogió de hombros, los cachetes de su bonachón y estoico rostro de Buda temblaron.
––Porque así es la vida, Agosto.
Así es la vida. La respuesta fácil a un proceso más bien azaroso y no siempre afortunado. Muchos de los guías de turistas con los que se relacionaba Agosto eran gente que terminó por dedicarse a esto porque así es la vida. Incluso él. Por ejemplo: Milena, la guía checa, era una belleza de cincuenta y cinco años que se graduó en Filosofía. Erzébeth, la rumana de veintisiete, era estudiante de Historia. Y Marcel, el francés que Agosto conoció cuando organizaba paseos nocturnos por los clubes de París era… ¿Qué era Marcel? Era joven. Y alcohólico. Y tenía encanto con las mujeres porque era “divertido”. ¿Por qué se sobrevalora la simpatía? Se preguntó Agosto al recordar a Marcel. O específicamente: ¿Por qué lo hacen las mujeres? En realidad, lo que Agosto quería entender era por qué tenía que ser justamente ése el rasgo de carácter que valoraban y no otros como, por ejemplo, la precaución o el orden. ¿Por qué las mujeres no podían apreciar que él fuera no-divertido, antidivertido, o más bien aburrido? Para Agosto, que una mujer mencionara entre las razones primordiales para elegir a un hombre el “sentido del humor” le parecía una idiotez del tamaño de una montaña. En ese caso, todos los payasos del mundo debían tener una vida sexual comparable a la de un sátiro en orgía. No. El chiste simplón no era la carnada que utilizan tipos como Marcel, sino la mirada fija, la sonrisa ensayada, el roce de la mano sobre la espalda que obedece a cualquier pretexto imbécil. Y después, ya viene el chistecito. Cualquier broma sin ingenio que, sin embargo, a ellas les hará soltar una carcajada y tener la certeza de que su cortejador es tan –¡tan!– divertido. Entonces la boca de Agosto se torció en una mueca dolorosa. Se acordó de Christine. Ella también apreciaba a los hombres graciosos. Agosto tenía nueve mil ciento veinticinco días acordándose de Christine de manera intermitente, patológica y no-divertida.
El recuerdo era amargo.
Este texto corresponde al primer capítulo de la novela Agosto, que publica esta semana la editorial Enjambre literario.
Tatiana Maillard (Ciudad de México, 1983) es periodista. Ex editora de Emeequis y reportera, ha colaborado para revistas como Forbes, Expansión, Obras, Dónde ir y La Mosca. En FronteraD ha publicado ¿De qué otra cosa podemos hablar? De la muerte, del periodismo, de México. De otra cosa y Mozart. En Twitter: @MadameMaillard