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Mientras tantoEl abuso de la belleza

El abuso de la belleza


Me las prometía yo muy felices con la amplia oferta del Kindle cuando esta mañana, revisando las cuentas de la última semana, me he encontrado con que llevo gastados casi cien dólares en textos electrónicos. Dado lo esmirriado de mi sueldo, he decidido volver a los cauces tradicionales de lectura y me he pasado por la biblioteca pública que tengo en frente de casa. Entraba con intención de sacar The Help, una novela sobre criadas negras que se desarrolla en el sur de los Estados Unidos en los primeros años 60, pero según cruzaba estanterías, he columbrado por el rabillo del ojo The abuse of beauty de Arthur C. Danto, de quien leí hace años un ensayo que proclamaba el fin del arte.

 

La tesis principal de Danto, en ese libro y en el que tengo ahora entre las manos, es que la obra artística contemporánea se justifica exclusivamente por su soporte teórico y no por la belleza que surge de su contemplación. ¿Puede haber goce estético en un urinario o en un cuadro que reproduce repetidamente la etiqueta de una lata de sopa? La contestación de Danto es un rotundo «no», acompañado por toda una reflexión sobre la sistemática supresión de la belleza en arte desde la segunda mitad del siglo XIX.

 

Naturalmente la belleza es algo muy relativo y muy convencional. ¿Debemos asumir que el cuerpo de una veinteañera de 1,80 de estatura, con cincuenta kilos de peso y ojos color esmeralda es bello y el de una cuarentena con algunos kilos de más y varices en las piernas no lo es? Los griegos tenían sus medidas, además de su canon de belleza, como las tenía Vitrubio, pero ni las estatuas de Fidias ni el Partenón son el único ni el mejor modelo de belleza. A Danto no se le ocurre rebatir esto, pero mezcla, a veces conscientemente y a veces no, naturaleza y arte. Una puesta de sol en la ciudad de Venecia es bella, como lo es un cuadro de Francesco Guardi sobre el mismo asunto, pero no creo que fuera menos bello en caso de que Guardi hubiera elegido como tema de composición, en lugar de la Piazza San Marco, el más mísero arrabal de Venecia.

 

La definición de arte, y no digamos de belleza, es un tema peliagudo en los tratados de estética. Hegel hizo famoso aquello de que la belleza artística es superior a la belleza natural por el simple hecho de que el arte es obra del espíritu, que todo lo dignifica. El arte contemporáneo parece creer a pie juntillas este aserto y de ahí, como decía Adorno, que juegue a la cosificación. Con todo, ¿puede ser bella la cabeza putrefacta de una vaca? ¿Hay arte en una madona pintada con excremento de elefante? ¿Es serio ponerle bigotes a la Gioconda? Uno pensaría que el arte que causa repugnancia o que frivoliza no puede ser arte. Pero ¿qué hacemos entonces con los cristos sanguinolentos, las gárgolas medievales o las vanitas del Barroco? ¿Y qué decir de los infinitos disparates que aparecen en El Jardín de las Delicias de El Bosco? ¿Hay belleza ahí? Uno pensaría que sí…

 

Cierro el libro de Danto y concluyo por mi cuenta con esta última reflexión. Toda época tiene sus gustos y repugnancias, sus caprichosas modas, su moral, pero al final arte es todo aquello que permanece tras el naufragio de una época. El busto de Nefertiti, un cuadro de Giotto o el urinario de Duchamp nos resultan «arte» no por ser sublimes o por ser expresión de lo absoluto, sino precisamente por lo contrario, esto es, por representar en su irreparable singularidad los restos de una sumergida Atlántida.

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