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Mientras tantoGrandeza y miseria de Sodoma

Grandeza y miseria de Sodoma


 

La poesía de Jaime Gil de Biedma dio mucho consuelo -a la par que coraje- a las generaciones del ocaso del franquismo. El poeta de la realidad quería ser ante todo poema. ¿Existe una ambición más alta, y a la vez tan humilde, como la de desaparecer y disolverse en la propia obra?

 

La leyenda de Jaime Gil de Biedma alcanza su primer Cantar de Gesta, con El Cónsul de Sodoma, una película surgida de un puñado de poemas, que muestra al hombre, al amante, al poeta, al secretario de la sociedad de Tabacos de Filipinas, y al enfermo de SIDA. El autor de Las personas del verbo ya había ensayado con la muerte antes de publicar su tercer poemario Poemas póstumos (1968). Toda una declaración de principios, más que un título, en el que confluían, su humor ácido, su maestría de tallador de versos, y su celebrada ironía.

 

Nacido en el seno de una rica familia de abolengo, Jaime se convirtió en la oveja negra de los Gil de Biedma por su doble condición de homosexual y comunista, en plena dictadura de Franco. La libertad, la palabra y la justicia configuraron una triada moral que regía su vida. Libertad para vivir, amar y desear; la palabra para fijar y depurar la experiencia de la vida en una transparente poesía; y la justicia, como un instrumento para sentirse parte de la sociedad, tomando partido por los más débiles, los que nunca tendrían una cama y un libro esperándoles en alguna parte.

 

Gil de Biedma no podía evitar ser un dandy, su naturaleza era toda elegancia. Dandy como lo fueron Óscar Wilde, Marcel Proust, André Gide, Paul Bowles, Tennessee Williams, Christopher Isherwood, Truman Capote, Cecil Beaton…, toda una corte de Cónsules de Sodoma, (libro de entrevistas a escritores mariquitas para la revista Gay Sunshine, publicadas entre 1973 y 1978, y que editó en España Tusquets editores, en aquella mítica serie de pequeño formato y tapas plateadas, con título propuesto por el mismo Gil de Biedma.), a los que no se les caían los anillos por descender al gueto, donde sabían que podían encontrar la materia prima de mayor pureza y calidad para sus juegos sexuales y artísticos.

 

La poesía siempre ha sido erótica, formulada por una voz individual, que ama al tiempo que escribe. El poeta enamorado no ha podido dejar nunca de cantar su dicha o su desgracia. Felicidades y lamentos, conquistas y derrotas, anhelos y perdiciones; todo fluye de la misma manera por los siglos de los siglos de la poesía.

 

Los versos de Gil de Biedma resultan tan claros, sencillos y sugestivos como la mejor poesía china, que por hablar tan sólo de la vida, cualquiera la puede sentir, comprender o hacer suya.

 

Una cama redonda en Manila

La atmósfera del deseo,  y la práctica del amor como antídoto contra la vejez y la muerte, que emanan de la obra poética de Gil de Biedma, rezuman también de El cónsul de Sodoma. La cinta explora, asimismo, un tema poco tratado por el cine español reciente: la relación con sus antiguas colonias. La empresa de tabacos de Filipinas que regentaba desde Barcelona la familia Gil de Biedma, otorga una atmósfera especial a esta película. La presencia de Manila en la cinta es salvaje y delicada; conflictiva y asfixiante como un monzón, y aromática y dulzona como la flor del tabaco. Se sitúa en las coordenadas de cierto literario cine colonial moderno, que transita por Indochina, El Amante, El americano impasible o El año que vivimos peligrosamente, todas ambientadas en el sudeste asiático.

 

El arranque de la película en la Manila de 1959 es de un alto voltaje erótico. Tras una gran recepción en una mansión elegante de la capital, el tabaquero Gil de Biedma se traslada a una casa en los arrabales, donde una pareja desnuda fornica frenéticamente  sobre una cama redonda y escarlata bajo la potente luz de una lámpara. El auditorio grita y se excita desde las gradas, mientras los más poderosos contemplan el combate sexual bebiendo gin-tonics en cómodos sofás a pie de cama. Este teatro del sexo, este corral de peleas de gallo y gallina, jaleados por la jauría de espectadores, desprende una belleza y una osadía erótica radiantes.

 

“Para saber de amor, para aprenderle,

haber estado solo es necesario.

Y es necesario en cuatrocientas noches

-con cuatrocientos cuerpos diferentes-

haber hecho el amor. Que sus misterios,

Como dijo el poeta, son del alma,

pero un cuerpo es el libro en el que se leen.”

 

Estos versos de Pandémica y Celeste, expresan con claridad el Ars Amandi de Gil de Biedma. Un autor comprometido abiertamente con el amor que “sí osa pronunciar su nombre”, merecía una película llena de radiante sensualidad y deslumbrante erotismo.

 

El cónsul de Sodoma no es una película cualquiera. Lleva en su interior la difícil tarea de transmitir una vida, servida en bandejas de poesía. Y esto es mucho más que una metáfora. La difícil relación de las voces en off con el lenguaje cinematográfico, aparentemente se complica aún más, si esos textos que se oyen (sin que se vea a nadie pronunciarlos,) son poemas. Lo que podría haberse convertido en un lastre cinematográfico,  eleva y enriquece  el tono poético, visual y anímico de la cinta. La cálida y cadenciosa dicción del Gil de Biedma que anima Mollá desde las sombras, combinada con las  desgarradas canciones de Juliette Greco, Sara Montiel, o Marlene Dietrich, producen un cóctel embriagador, una flor del mal que todos sentimos haber probado alguna vez en nuestra vida.

 

La pasión nunca termina bien, no así el amor, en el que Gil de Biedma tanto creía y confiaba. El acierto de esta película radica en que no sólo nos acerca al poeta en su esplendor vital y sexual, sino que nos lo muestra solitario y destruido por el abandono, colgado en el abismo del desamor, a punto de ingresar en la nada.

 

La pérdida de la juventud, el miedo a la soledad, el deseo de envejecer juntos, la muerte de los seres queridos, la experiencia de la orfandad, la consciencia creciente de que tu tiempo se acaba…, van conformando el amargo mosaico de la madurez vital del poeta. La única salvación que queda a esas alturas está en la sonrisa, destilado zumo de la ironía. La filosofía vital de un mariquita se sostiene sobre la piedra de toque de la alegría. El humor y la diversión como disolvente del acíbar de la vida. Reservando para el final, la dignidad como antiséptico del hombre malherido.

 

Si Bimba Bosé fuera Jane Bowles

Jordi Mollá realiza probablemente la interpretación más madura y sugestiva de su rica carrera cinematográfica. Posee la mejor mirada masculina del cine español, por eso forma parte de Hollywood, allí saben que la importancia de un actor de cine radica en lo que sepa contar con sus ojos. Desde Bette Davis, no había habido unos ojos tan celebrados autónomamente de su dueño, como los suyos. Hablan la lengua de los peces.

 

Resultaría parcial valorar el gran trabajo de composición de personaje que logra Mollá, restringiéndonos sólo a la capacidad sugestiva de sus pupilas. El tono físico de su cuerpo, la cadencia de sus andares, el refinado y sutilísimo amaneramiento que le otorga al personaje -sólo en ciertos momentos-, se ponen al servicio de un trabajo vocal absolutamente riguroso, contenido y polifónico, rico en sensaciones, emociones y matices.

 

Mollá compone a Gil de Biedma, como lo haría un gran actor inglés, aunando la voz, el cuerpo y los gestos hasta conjurar un tesoro interpretativo por encima del mismo actor, que desaparece de la pantalla, cediéndole todo el protagonismo al personaje de Gil de Biedma. La gran calidad de su trabajo merece los más altos premios.

 

El director Sigfrid Monleón ha sabido mimar y elegir a todo el reparto, que realiza un impecable trabajo coral, lleno de grandes solos interpretativos, como el de Carmen Conesa, en una tan escueta como fulgurante aparición, dando vida a una extravagante marquesa borracha. Juli Mira encarna al padre de Gil de Biedma, con una dignidad y una contenida precisión, propia de actor noruego interpretando a Ibsen. Conmueve y emociona por su esencial economía de recursos.

 

Por la calidad del trabajo interpretativo general, destaca aún más la incongruencia del personaje de Bimba Bosé. Este amor fou de Gil de Biedma por una joven mujer supuestamente fascinante, más que difícil, se lo pone imposible a la neófita actriz con cuerpo de cisne. El personaje de Bel -según se dice de ella- debería enamorar tanto al espectador como la Sally Bowles de Cabaret, que interpretó Liza Minnelli; o la Holly Golithly de Desayuno con diamantes, a la que dio vida y encanto Audrey Hepburn. Ambas son el retrato homenaje que le hicieron a su amiga Jane Bowles, dos cónsules de Sodoma mencionados anteriormente: C. Isherwood en su relato Adiós a Berlín (germen del musical Cabaret y de la película de Bob Fosse); y Truman Capote, autor de la novela en la que se basa la película de la Hepburn.

 

El cónsul de Sodoma nace siendo un clásico del cine español, porque era obligado que alguien contara esta historia, y se hiciera esta película. Se lo debíamos a nuestra memoria, nos lo debíamos a nosotros mismos. La España de los años cincuenta, el desarrollismo y el final de la dictadura, exigían una obra cinematográfica con este aroma nuevo, fuerte y diferente; o sea, plenamente poético. No podría haber nada que convenciera más al exigente, perfeccionista y siempre necesario Jaime Gil de Biedma.

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