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Mientras tantoCafé Gemmayzeh

Café Gemmayzeh


Café Gemmayzeh, en el barrio del mismo nombre. Bares, restaurantes, y locales de moda lavando más blanco. Fantasmas sin sábana pero con mucha gomina, guapas de pega con más horas de restauración que las piedras de una iglesia milenaria. En medio de los flamantes clubs se mantiene incólume el viejo café. Amplio, acogedor, con grandes cristaleras que dan a la calle y melancólica iluminación.

 

Los jueves hay actuación. Sobre un escenario improvisado dos hombres tocan el laúd y la darbuka mientras cantan canciones populares que el público presente conoce y tararea. El entusiasmo de los libaneses me sigue pareciendo envidiable. Actúan como si nunca más fuesen a vivir otra guerra…

 

Una espontánea pronto capta la atención de todos los allí congregados. De pequeño tamaño, se contonea con gracia y sensualidad. Larga melena castaña, falsa; camiseta ceñida de tigresa del Kilimanjaro rematada por un lazo alrededor del cuello, con el que se ofrece como regalo de mal gusto al mejor postor, minifalda que le tapa el coño por cortesía, medias ridículas con estampado de leopardo a modo de colegiala y altísimos tacones con la etiqueta del precio todavía pegada. La mujer se acerca peligrosamente a la cuarentena, luce unos incipientes michelines bajo su disfraz de leona de la selva, pero ha conseguido engatusar a un árabe del Golfo que, para la ocasión, se ha dejado la chilaba en el hotel. Cuando no explota indios en Dubai o Qatar, el hombre, de bigotito hitleriano, se viene de putas a Beirut. Todo un “must” de la capital del Líbano. Sector servicios viento en popa y a toda vela.

 

Ella baila para él, menea las extensiones postizas para él, y enseña el muslamen a la concurrencia masculina para que sean conscientes de lo desgraciados que son por no poder verla esa noche a cuatro patas diciendo miau miau. Su Adonis la mira satisfecho, no solo se lleva una buena jamelga a la habitación esa noche, además es un tío listo y nadie se ha dado cuenta de que se ha dejado el disfraz en casa…

 

No hay miradas de gran reproche para la mujer entre el público mayoritariamente masculino. El puterío beirutí guardas las formas y aún no está dispuesto a llamar a las cosas por su nombre. Nada parece lo que es: los árabes no beben pero buena parte de la clientela está cocida, nadie habla de sexo pero cada movimiento de cadera es una clara insinuación de que todo está a la venta, y la legendaria hospitalidad libanesa nos cobra 20 euros por la música. El baile lo paga, al menos, el jeque del Golfo Pérsico.

 

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