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Mientras tantoCalores, colores, olores...

Calores, colores, olores…


Acabo de volver a España por Navidad y ya echo de menos Burkina.

 

Vienes de un invierno a otro muy diferente. Allí la temperatura oscila, ahora, entre 20º y 30º, pero siempre con un sol que calienta e ilumina. La gente va abrigada, quiero decir con abrigo, si lo tienen y duermen muy arropados. Yo, como europeo con sobrepeso (un médico me espetó ‘obesidad mórbida’, ¡qué desagradable!, me refiero al médico, que yo me veo como se veía Obélix), sigo durmiendo con ventilador.

 

Así que te coges el avión ligero de ropa, aunque con una cazadora, y caes en Madrid y te encuentras Barajas nevado. Y te pelas de frío. Y piensas, ¿qué coño hago aquí? Al final Burkina va a tener alguna ventaja que otra.

 

 

Todo Madrid nevado, como hace un año, ¿lo del cambio climático no era al revés?

 

Frío, nubes grises, luz mortecina que sólo invita a meterte en casa, en la cama, para entrar en calor. Acostumbrado al sol inclemente, me paso meses deseando pasar frío, disfrutar de un paseo otoñal (o primaveral) bajo la lluvia, ver el cielo de Madrid… Ese cielo de días ventosos después de la tormenta en que el aire está lavado y es transparente hasta esas nubes que vuelan por encima de los edificios. Como esas películas con escenas a cámara rápida de nubes y transcurso del día. Algo así se puede ver en Madrid a veces, pero lo que veía era el cielo apagado y gris y la tristeza que produce. Unido a mis enfermedades me acabó deprimiendo aún más. He vuelto con malaria (aunque ya está tratada) y diabetes (estoy en ello). Y me están mirando por si llevara algún bichito más.

 

Familia y amigos me han buscado todo tipo de citas a ciegas con médicos. Pruebas y análisis, variados. Incluso estoy yendo a la Unidad de Enfermedades Tropicales del H. Carlos III. Una gente verdaderamente encantadora (Dr. Puente y Dr. Rivas, no recuerdo los nombres del resto del personal, pero todos maravillosos), lo cual no evita que te pases las horas muertas esperando.

 

Hace unos días tuve que llevar unas muestras de heces y de orina y tenía que ir antes al dentista (aprovecho cuando vengo para pasar las ITV de la salud). Cuando salí se me cayó la bolsa con los tubitos y menos mal que sólo se rajó un poco el de la orina, tomé un taxi y le dije que parara en una farmacia antes de ir al hospital. Madrid estaba completamente nevado, costaba andar por las aceras y salgo de la farmacia con el bote y me pongo a trasegar los orines cuando al abrir la tapa se deshace el vacío y empieza a derramarse por el roto y a duras penas logro salvar lo que sería una Unidad Internacional de Muestra de Orina (UIMO), como la que se encuentra en el Museo de Pesas y Medidas de París, a la izquierda de la barra de platino-iridio de medir metros. Como un Pilatos (no confundir con Pilates) o director de periódico con gustos extraños me dirigía al taxi andando como una muñeca de Famosa yendo al Portal intentando evitar caerme y romper el resto de los botes y alguno de mis huesos. La cara del taxista a través del parabrisas lo decía todo y me agaché, antes de llegar, para que me viera, a coger un poco de nieve con la que aclarar mis manos, que no mis ideas. Creo que las suyas tampoco.

 

 

Castellana arriba, Castellana abajo, a veces no se veían las Torres

 

Llegué al hospital y le dije que me esperara (allí es difícil encontrar taxi), sólo era dejar unas muestras. ¡Já, sólo!

 

El caso es que no me las querían coger porque no llevaba unas etiquetas con códigos de barras que se suponía que me habían dado en la anterior visita. Yo no lo recordaba, pero como creo que también tengo alzehimer, me volví a casa a buscarlas.

 

Taxi de vuelta a Atocha y el taxista mirando de reojo la bandeja que me habían dado para poner los botes porque la bolsa estaba meada, por así decirlo, y la tiré. Parecía la bandeja de un self-service cochino y yo intentaba taparlo en la medida de lo posible, recogiendo presto cuando se caían los botes por algún frenazo.

 

Llegué a casa y me llevé toda la carpeta con toda la documentación médica, incluidas las radiografías, uno nunca sabe ni tiene estudios sanitarios. Sé decir 33 y respirar hondo, bajo demanda.

 

Otro viaje Pº de la Castellana hasta Pza de Castilla (lo hice 4 veces esa mañana y 90 € de taxi) y vuelta a empezar: del Hospital de Día (también muy majos) a la Unidad de Tropicales. Después de mucho esperar me hicieron las etiquetas aunque me dijeron que la orina no me la cogían, que no estaba fresca. Repliqué que fresca sí que estaba con el frío que hacía y se corrigieron diciendo que tenía que ser recién ordeñada, que habían pasado muchas horas, los bichitos habrían muerto.

 

Salía del hospital hacia el taxi con el bote rechazado, insensible después de una mañana así y la cara de estupor del taxista viéndome aparecer otra vez con el bote en la mano me devolvió a la realidad y me decidí a tirarlo en una papelera, por más vicisitudes que hubiéramos pasado juntos no era cuestión de guardar los orines como un fetiche…

 

Menos mal que me aceptaron las heces de 3 días, aunque tenga que volver con el caldo, porque deprime mucho a estas edades pasarse toda una mañana paseando a mis heces. Y menos mal que no se rompieron y no olían…

 

 

Lo de los olores no está reñido con la sonrisa. Se llama Awa, es una niña del orfanato

 

 

Lo que me resulta curioso es cómo llevo metido en mi cuerpo los olores de allí. Los traigo dentro de mí y los huelo en mi cuerpo cuando sudo y al respirar están tan presentes en mi nariz que llegan a agobiarme. Hasta cuando voy al baño siento como si hubieran impregnado todas mis células y fuera un spray andante de Burkina.

 

No sé si será ese polvo que se levanta constantemente de esa tierra roja, que vas respirando una y otra vez hasta que te llena los pulmones o tiene que ver con la comida y la forma de cocinar, pero siento y respiro, huelo y aspiro, ese aire caliente que te llena por dentro hasta que lo llevas como una carga de lo que es y significa todo aquello. Cada vez que tomo aire, me grita que me ha poseído y que tengo que volver. Son esas calles llenas de gente caminando, en bici o moto, llenas de color y de vida, aunque son otros colores y otras vidas distintas a las que estaba acostumbrado hasta ahora. Pero con una lánguida fuerza, irresistible, que acaba abriéndose paso aunque que la esperanza de vida no llegue a los 46 años. Esa sensación de que por más que las condiciones sean infrahumanas, ellos seguirán sobre la tierra porque están más apegados a ella que cualquiera de nosotros y pueden adaptarse mucho mejor a esa situación límite.

 

La tierra roja, el polvo que se te mete hasta el fondo (muchos de ellos llevan mascarillas para evitar enfermedades pulmonares, otros siguen utilizando los clásicos pañuelos o telas), las mujeres que fríen masa de mijo en la calle, los mataderos al aire libre, las parrillas de pollo envueltas en papel de saco de cemento, los aguadores y el resto de tenderetes, unido a la contaminación de los centenares de tubos de escape de ciclomotores con mala combustión… todo ello junto dibuja una paleta de olores que conservo en mi pituitaria. Y más dentro.

 

Y si lo mezclo con el recuerdo de las imágenes y los sonidos, incluso el gusto, me hace sentir nostalgia. Y acabo de volver. Olores que marcan lo que los pensamientos o las ideas no llegan a pintar ni de lejos.

 

 

…Ya están aquí…

 

 

Me vuelvo el día 1 de enero, porque tengo que recoger el azafrán que he plantado, ya os contaré más adelante cómo es una paella burkinesa.

 

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