La otra mañana ocurrió algo extraordinario en la esquina de la calle 50 con la Quinta Avenida. No salió en las noticias, pero yo estaba allí, formé parte de ello, cómo olvidarlo. Veníamos de la esquina opuesta, la de la calle 50 con la Sexta, por la misma acera a resguardo de la marquesina del Radio City Music Hall donde Kay le muestra a Michael Corleone un periódico que informa del asesinato frustrado de su padre Vito. El plan de Sollozzo para acabar con el reinado de los Corleone ha fracasado. Michael cruza la calle y llama a su hermano Sonny desde una cabina que ya no existe. El tirón subterráneo de la sangre. Los genes cazan más y mejor que el destino, ese paleto tuerto de pólvora mojada.
Caminábamos por una acera que, en definitiva, vivió tiempos mejores para dejar a nuestra derecha el árbol de Navidad del Rockefeller Center. Un abeto que recibe miles de fotografías por minuto en el centro de una isla forrada de asfalto, cemento y acero en vertical. Los patinadores sobre hielo son imaginarios porque verlos en persona se paga con la muerte bajo las cuádrigas de multitudes drogadas que han perdido el control.
Huimos de allí con el andar culpable y nervioso de un desertor que se escurre entre las trincheras, en mitad de la batalla del siglo. Teníamos, eso sí, el pasaporte sellado por triplicado que certifica nuestra procesión ante uno de los becerros de oro neoyorquinos. Unos minutos más y seríamos libres de nuevo.
Estábamos ya en el proceso final del caudal humano, el del vómito a espacios anchos y habitables, cuando algo se torció. Varias masas tectónicas se chocaron en la esquina de la 50 y la Quinta. Cientos de personas en una prisión de carne a cielo abierto. La incredulidad total produce las más extrañas formas de sonrisa, disculpa y miedo en las caras de la gente. La policía decidió aislar el fenómeno con vallas metálicas por tres de los cuatro flancos. Alguien hacía fotos del momento desde el espacio exterior.
El centro del atasco, cada vez más espeso, devoraba carritos de niños y ancianos envueltos en cien abrigos. En los márgenes, la fuerza magnética aumentaba y atraía con hilos invisibles a cuerpos inestables como nosotros. Dos mujeres chinas demostraron una destreza áspera al aprovechar la fuerza de absorción para propulsarse al otro lado. Un hombre reprendió su actitud y, acto seguido, arrolló a una pareja en cuanto vio la grieta de salida por la que conseguimos escapar.