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Rankings


 

A los humanos nos gustan las listas. Las necesitamos y a la vez nos esclavizan. Casi todo lo que hacemos en la vida se basa en ordenar y trastocar, en incluir y eliminar, en concebir y olvidar, en inventariar, en encasillar personas, cosas, situaciones, deseos, sentimientos y prioridades. Nuestra inteligencia es taxonómica. Sin clasificar y ser clasificados no somos nadie. No existimos si no formamos parte de alguna lista. Con demasiada frecuencia, el éxito y la desgracia, incluso la vida y la muerte, han dependido y dependen de la lista a la que se pertenece.

 

La informática e internet arropan nuestra adicción a los listados. Sabia lengua el castellano, que prefiere ordenadores a computadoras. Las webs más visitadas del mundo son gestores de listas. Conseguir que aparezcamos en ellas es el gran negocio de Google. En cuanto a Facebook, es una alucinación colectiva generada por geometrías infinitas de listas que se interrelacionan entre sí y avivan nuestro ego.

 

Estos días navideños son propicios a los rankings –listas sazonadas con el morbo de la valoración– que dictaminan sobre lo mejor y lo peor del año, o sobre lo bueno y malo por venir. Se evalúa todo, hasta lo más inverosímil. También en privado jugamos a lo mismo, estrenando cada enero nuestras agendas y moleskines con un top personal de proyectos y propósitos igualmente improbables.

 

En el negocio del arte los rankings operan con virulencia. Por ejemplo, la web www.artfacts.net ofrece una clasificación mundial de 78.190 artistas, a partir de una serie de criterios complejos, en parte muy similares a los que evalúan el mercado bursátil. Se trata de ofrecer al coleccionista o al experto información sobre la rentabilidad de un artista. Para ello, a partir de una base teórica basada en la economía de la atención de Georg Franck, se van aplicando métodos econométricos que analizan y predicen la atención profesional invertida en un artista y van delineando su trayectoria a través de una serie de puntuaciones. En este listado es difícil encontrar un solo dato biográfico más allá de las fechas de nacimiento y ­–si procede– defunción. Tampoco ninguna muestra de la obra del artista. Tan sólo una intrincada urdimbre de datos numéricos, puntuaciones y gráficos.

 

Carmen Herrera está siendo el hype artístico de estas navidades, vertiente humana. El pasado 19 de diciembre The New York Times contaba al gran público la historia de esta pintora cubana de 94 años residente en Nueva York, que vendió su primer cuadro a los 89. A partir de entonces se la rifan galerías, museos y coleccionistas de todo el mundo. Al parecer Carmen ha estado pintado durante seis décadas de forma privada y silenciosa, rigurosamente fiel a su estilo –la abstracción geométrica–, sin más repercusión que algunas exposiciones aisladas en salas de barrio y un par de buenas críticas. Ahora los medios la llaman el descubrimiento de la década, o la sensación más caliente del mundo del arte, y su obra ya está en las colecciones del MOMA o la Tate Modern.

 

La noticia, con su oportuno toque qué bello es vivir, ha tenido una enorme difusión en medios de todo el mundo, supongo que por ser una insólita y excepcional historia de éxito y por alimentar la ilusión de millones de artistas desconocidos.

 

Ante tanto informe econométrico, el mundo del arte necesita de vez en cuando retomar el factor humano, recordar que detrás de cada obra hay un artista, y detrás de cada artista una vida que es la única y legítima responsable de la obra. Hoy, en plena reivindicación del proceso frente a la pieza acabada, es el momento de releer las Vite… de Vasari. En el ranking de Artfacts, Carmen Herrera ocupa el puesto 35.354.

 

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