El antídoto contra la fascinación contemporánea por el Yo está oculto en la filosofía de Hegel. El suyo es un pensamiento inextricable para el lector común, escrito en un lenguaje extraño y amenazador. Resulta difícil encontrar en sus obras una cita comprensible y casi imposible hallar una amable. La primera dificultad es superable; siempre se puede traducir un texto con las debidas licencias literarias, aunque al hacerlo el texto traducido no diga lo que decía el original. La segunda dificultad convierte a Hegel en el gran ausente de los géneros ensayísticos populares: el ensayismo “comprometido”, el recetario de autoayuda o la novela filosófica. Hegel no es edificante, sino todo lo contrario; sus ideas son crueles; su lucidez, helada; sus argumentos, tan brillantes como tenebrosos. Hegel es un Kurtz al que no enloquece el descubrimiento del horror. Todo lo contrario: varias veces a la semana, después de sus lecciones en la Universidad de Berlín, Hegel cruzaba Unter den Linden y acudía a la ópera y al teatro de la comedia. Quizá lo hiciera ese día impreciso de la segunda década del siglo XIX en que afirmó ante sus alumnos que la historia es el ara donde son sacrificados los pueblos. O tal vez el día en que ironizó sobre los afanes de la gente común, simples marionetas en manos de la “astuta” razón universal. Cada cual cree que vive para sí mismo, para sus anhelos y sus sueños; cree que hace, que decide, que piensa y habla por sí mismo, en nombre de sí mismo. Pero Hegel se mofaba de esta creencia; cumplimos un destino racional, indiferente a la singularidad irrepetible de sus agentes.
Resulta sencillo encontrar a Hegel metamorfoseado en muchos pensadores de nuestra época. La filosofía hegeliana es como un palacio abandonado; cualquiera puede saquearlo a su antojo. Se suelen robar los muebles, es decir, las ideas puntuales, las perspectivas inusitadas, los hallazgos terminológicos. Nadie se atreve, en cambio, a reocupar el palacio y adueñarse de su pensamiento. Quizá porque,
para saquear el palacio, ha sido necesario previamente penetrar en él y sentir luego pánico. Como descubriera Schopenhauer y luego Cioran, es más soportable asumir la insignificancia de la propia vida que la del mundo. Contra la primera cabe la retórica del suicida. Contra lo segundo no hay retórica que valga. Ocupar el pensamiento de Hegel es como arrojarse voluntariamente a un agujero negro. Sin vuelta atrás.
Pero toca hablar del Yo. En eso estábamos: ¿qué hacer con el Yo? ¿Qué hizo Hegel con el Yo? El egotismo contemporáneo tiene su antecedente áureo en el egotismo romántico. Los románticos alemanes inventaron el genio, la subjetividad preconsciente o inconsciente, la intuición poética o la propia vida entendida como obra de arte. Ponderaron el valor de las pasiones sublimes (como el deseo de absoluto) en detrimento de las elementales (como la ambición o el poder). Describieron mundos alternativos al de la ordenada orografía de la Razón ilustrada; el mundo de los aparecidos, de los fantasmas, de los muertos vivientes o de los fenómenos paranormales. Todo lo hicieron con grand style. El egotismo del siglo XXI se nutre, caricaturizándolo hasta la náusea, del saber enciclopédico romántico sobre el Yo.
Hegel despreciaba a los románticos y, consecuentemente, despreciaba a cualquiera que decidiera emplear su vida en exaltar su propio Yo. Al principio de la Fenomenología del Espíritu (1807) escribe aquello de que lo “absolutamente singular es inasequible al lenguaje”. Es decir: las palabras son universales. Todas. No hay palabras para describir lo irrepetible. Mi Yo no es mi Yo, sino cualquier Yo. Es más: hablamos la lengua de los muertos, la de los que nos han precedido. El lenguaje nos posee. Los muertos nos poseen.
Si decir Yo no es posible sin decir lo contrario de lo que se dice (digo “yo” pero no soy yo, sino cualquier yo), el lenguaje no puede decir nuestra singularidad. No sirve como salvavidas. ¿Y la experiencia vivida? ¿No es la propia vida el ámbito por excelencia de nuestra singularidad irrepetible? Los románticos alemanes abominaban de la vulgaridad de la existencia burguesa y buscaban experiencias sublimes. En el Círculo de Jena se afirmaba seriamente que la intuición artística supera en todo a la razón. Preferían la absenta al oporto. Hegel también se mofa de esta compulsión. Lo hace en la Enciclopedia, un libro hoy ilegible para lectores impacientes. Hegel compara la inteligencia a un pozo oscuro. Vivir consiste en arrojar a ese pozo lo vivido. El fondo del pozo es caótico; en su interior está el recuerdo del primer día de colegio o el ruido que hacía la puerta del dormitorio de nuestra abuela. No son exactamente datos desordenados, porque el dato desordenado presupone un orden ausente. Es simplemente caos. Rescatamos de ese pozo lo que se corresponde a algo universal. Es decir: lo que hemos vivido como si lo hubieran vivido muchos otros. Hegel prefiguraba a Borges, pero sin buena literatura.
Ni siquiera se salva de esta persecución de la identidad personal el propio cuerpo, ese fetiche de nuestra época. ¿Qué es un cuerpo? Se pregunta Hegel. Naturalmente, no se refería a nuestra condición mamífera, a nuestra animalidad subyacente. Se refería a lo mismo que lo hará Schopenhauer años después, en sentido opuesto: a nuestro cuerpo irreductible. Yo vivo, yo muero, yo pienso, yo, yo, yo. Hegel escribe que el cuerpo humano es una suma de hábitos. El gesto, la postura, el porte, las maneras. Los hábitos, una vez adquiridos, hacen irreconocible al mono. Pero también universalizan el cuerpo, literalmente lo desindividualizan. Los hábitos también son heredados, como lo es el lenguaje.
Hay que desaparecer, quiere decirnos Hegel. Pero, ¿cómo?