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Mientras tantoEl personaje conversa con el autor

El personaje conversa con el autor


A Miquel Parets lo he visto muy pocas veces, pero las pocas veces que he estado con él siempre he sentido que estaba viviendo un momento de una densidad especial. Una vez, en un café de Sevilla, Miquel se puso a cantar el padrenuestro en kirundi, el idioma de Burundi, donde fue misionero durante más de veinte años, hasta que fue expulsado por el gobierno tutsi por sus actividades a favor de los hutus (la etnia discriminada por el poder hasta el final de la guerra civil de los años 90). Otro día, en una calurosa tarde de verano, íbamos caminando por una avenida desierta de Sevilla cuando oímos una discusión: al otro lado de la avenida, un camarero estaba echando a un vagabundo de un bar. Miquel se detuvo, dejó de hablarme y se puso a mirar con atención. Parecía un perro al acecho, venteando el aire con todos los músculos en tensión. Al momento vi que había cruzado la avenida y estaba a pocos pasos del lugar donde el camarero discutía con el vagabundo. «¡Vete ya, cabrón!». «¡Que no me voy, capullo! ¡Y si me voy, antes te rajo!». Miquel se acercó un poco más. En aquel momento, el camarero le dio un empujón al vagabundo y éste se fue de mala gana. Cuando vio que no había pasado nada grave, Miquel volvió a cruzar la avenida y reanudó la conversación conmigo.

 

Y entonces Miquel siguió hablándome de la cárcel de Lurigancho, en Lima, en la que era capellán, y de cómo había sofocado un motín de presos. Aquel día, el ejército había rodeado la cárcel, pero Miquel consiguió entrar a parlamentar con los amotinados haciendo valer su condición de comandante castrense, ya que el cargo de capellán llevaba aparejado el rango de comandante honorario. Por suerte, el oficial que mandaba las tropas era sólo un capitán, así que Miquel, cuando vio que le prohibían el paso, sacó su carnet de comandante y le ordenó al capitán que le entregara el mando de las tropas. Luego entró en la cárcel ocupada por los amotinados y logró convencerlos de que negociaran con el director. Aquello le había costado un infarto y la renuncia obligatoria al cargo de capellán, pero Miquel no es capaz de actuar de otro modo. Si se queda quieto, si no cruza una avenida a ver qué ocurre cuando un camarero discute con un vagabundo, Miquel no sabe vivir. Algunos años más tarde, en Mallorca, me contó cómo habían estado a punto de fusilarlo en un pueblo perdido de los Andes peruanos, en 1989, en la época de Sendero Luminoso, cuando era cura de una parroquia rural y defendía a los campesinos tanto de los senderistas como de los militares.

 

En mi casa, Miquel sólo ha estado una vez, pero aquel día cogió a mis hijos y les acarició la cabeza y se puso a bromear con ellos. Imaginé que eso mismo debía de hacer cuando era misionero en Burundi o en aquella parroquia perdida de los Andes, cada vez que los niños corrían frente a la iglesia o hacían una pausa mientras jugaban al fútbol en un campo embarrado: Miquel se acercaba, les acariciaba la cabeza y se ponía a bromear con ellos. Para mí fue como si Miquel les hiciera a mis hijos una imposición de manos, y ese día al fin conseguí entender el significado de una ceremonia religiosa que hasta entonces me había parecido absurda. Porque poner las manos sobre la cabeza sólo es un gesto que simboliza cómo alguien le transmite a otro, más joven y más inexperto, toda la experiencia vital que ha ido acumulando. Puede parecer una tontería, pero me siento afortunado por haber visto cómo Miquel Parets acariciaba la cabeza de mis hijos y les trasmitía una parte de todo lo que había vivido.

 

Y es que Miquel me recuerda a los santos que se ven en los murales bizantinos, siempre revestidos con un aura de pan de oro. Los artistas que inventaron esa forma tan elocuente de representar la santidad tuvieron que inspirarse en personas con Miquel, que tienen el extraño don de otorgarle una trascendencia distinta a la vida. Hay gente con la que puedes pasar tres horas –o tres años- sin que sientas que has compartido ni un solo minuto. Pero hay unas pocas personas que te hacen sentir en su compañía una gravidez especial, como si el tiempo se dilatara en vez de avanzar y te hiciera entrar en un mundo donde las leyes de la física son distintas. Un mundo donde el espacio interior ocupa más que el exterior, donde el alma es más perceptible que el cuerpo, y donde lo impalpable es mucho más visible que lo sólido. Éste es el mundo de Miquel Parets.

 

Cuando escribí mi novela Pregúntale a la noche, que trascurre en Burundi durante la guerra civil de los 90, me inspiré en muchas cosas que me había contado Miquel. Su protagonista (el ficticio padre Gevaert) no tiene nada que ver con él, pero sí son reales algunas de las cosas que le ocurren al personaje de ficción. Hasta ahora Miquel no había leído la novela. Nadie escribe una novela para un lector en concreto, pero siempre hay un lector cuya opinión el novelista espera con una inquietud especial, como si fuera el veredicto de un juicio sumarísimo. Miquel Parets era para mí ese lector. Hace poco hablé con él por teléfono. Con cautela, le pregunté si había leído mi libro.

 

-Sí-iiii… -contestó.

 

Se me hizo un nudo en la garganta.

 

-¿Y qué te ha parecido?

 

-¿Quieres oír la verdad?

 

-Sí-iiií… -contesté.

 

-Se me ha caído de las manos. Las primeras cincuenta páginas están bien. Pero luego no cuentas la verdad.

 

Suspiré de rabia. Me hubiera gustado tener un carnet de comandante honorario para ordenarle a aquel capitán insolente que se cuadrara y se fuera de allí. Me hubiera gustado expulsar a aquel vagabundo zarrapastroso del bar donde estaba dando la lata. Me hubiera gustado arrasar un pueblo perdido en los Andes peruanos porque allí se había escondido un grupo terrorista de Sendero Luminoso.

 

-¿La… verdad? –balbuceé.

 

-Sí. Y tú no cuentas la verdad –repitió Miquel.

 

-Pero es que…

 

Ya no supe continuar. No recuerdo cómo terminó nuestra charla, pero ahora he tenido tiempo de reflexionar sobre ella. Y me alegro de que mi novela no le gustara a Miquel. Él entendía la verdad como una crónica, un reportaje, un estudio antropológico. Y una novela no cuenta nunca la verdad. Una novela es un engaño, una impostura, una ficción. En una novela no existe la verdad. Podemos aspirar a la verdad jurídica y a la verdad histórica, pero eso es todo. En la vida –igual que en las novelas- no hay una sola verdad. Hay verdades, y esas verdades lo son porque siempre son engañosas. Aparecen y desaparecen como el pan de oro en los antiguos mosaicos bizantinos, según sea la intensidad de la luz que reciben o la costra de suciedad que las recubre. Nadie puede empeñarse en buscar la verdad de una novela. Sólo existen esas luces y sombras que nos hacen intuir cuál pudo ser la verdad, si es que la hubo o si es que pudo haberla. Sólo eso. Nada más que eso.

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