Desaparecer consiste en saber ser contemporáneo de uno mismo. Parece sencillo, pero no lo es. Uno es contemporáneo de su época, pero no lo sabe necesariamente. También es contemporáneo de esta época el perro de la vecina y las cucarachas (esos bellos ingenios de la naturaleza) que exterminamos periódicamente. Contemporáneos míos son los yamomamis y los tunguses, y los últimos apaches que viven confinados en sus guettos. Pero esta contemporaneidad es formal o cronológica. Los que sobreviven empeñados en mantener su cultura tradicional tienen que resignarse al síndrome de la reserva india: su futuro es su pasado, fuera del pasado no hay vida, es decir, sólo hay vida posmoderna. La vida tradicional también puede ser posmoderna, es cierto, pero sólo a condición de que no demos mucha importancia a las tradiciones, que las reduzcamos a jugueteo antropológico-turístico o retórica edificante estilo ONG. Es enternecedor escuchar a cualquiera de nuestros congéneres tradicionales cómo defienden su modo de vida atemporal. Nos evocan la infancia, esa época de la vida donde no pasa el tiempo ni hay escrúpulos de conciencia. Quien se aferra a su cultura secular se aferra a su infancia, desesperadamente. Fuera está el mundo de los adultos, que son los otros, nosotros. Ante las culturas tradicionales, todos somos como los adultos de las historias de Guillermo Brown: aguafiestas y patanes.
Saber si uno es contemporáneo de sí mismo es una tarea en la que hay que emplear toda una vida. Si se tiene suerte, esta tarea es inconsciente: como hubiera dicho Hegel, uno puede cumplir el destino de su propia época sin preguntarse jamás si lo está haciendo. Esta es la suerte reservada a los hombres de acción, que Hegel admiraba profundamente. Son muchos: viven mimetizados con lo que hacen, sin más. En esto se parecen a los yamomamis, pero, a diferencia de éstos, nadan a favor de la corriente (que es la propia época) y no contra ella. Son ajenos a los problemas de identidad, bien por exceso de reflexión, bien por exceso de extemporaneidad. Se les presupone cierto fanatismo por el trabajo, pero se trata sólo de un malentendido: su vida es su trabajo, de modo que siendo fanáticos del trabajo son también fanáticos de la vida. A diferencia de los workalcoholics no sufren por su adicción. Más bien son felices sin saber que lo son: el trabajo que han elegido por voluntad propia no les permite detenerse a meditar sobre nonadas.
Los que quieren saber cómo ser contemporáneos sufren bastante. Es ocioso detenerse sobre la diferencia entre ser y saber, que parece obvia. Es mejor considerar la diferencia entre decir y saber, pues de eso se trata. Lo que decimos, no lo sabemos. O no lo sabemos necesariamente. Esta asimetría entre el decir y el saber lo que se dice obsesionaba a Hegel. Era, en realidad, la clave del problema y también de la célebre pretensión hegeliana de comprender en conceptos su propia época. Comprender significa también perdonar y reconciliarse con lo que comprendemos. No hay otro modo de saber lo que se dice: o se perdona lo que decimos, comprendiéndolo, o no perdonamos y, entonces, no comprendemos. La repugnancia que sentía Hegel ante cualquier forma de fanatismo no era moral, sino intelectual. El fanático no sabe nada de lo que dice y, además, pretende imponer su ignorancia al prójimo. Comprender (esto también lo sabía Hegel) es también una forma de crueldad. Muchos años de Hermenéutica filosófica han hecho olvidar el trasfondo demoníaco de la comprensión; se comprende para superar lo comprendido, para dejarlo atrás en el tiempo, para recordar no lo comprendido, sino su comprensión. A Hegel se le ocurrió que saberse contemporáneo de uno mismo era convertirse en una lechuza que levanta el vuelo al atardecer, que es la muerte lenta del día. Quería decir que comprendemos sólo lo que está a punto de desaparecer, que sabemos ser contemporáneos de nosotros mismos sólo un poco después de no serlo ya efectivamente.
Cómo envidio a los yamomamis.