No soy una buena viajera. Siempre tengo problemas para dormirme, detesto madrugar y disfruto especialmente de las ciudades al atardecer y por la noche. Solo empiezo a sentirme a gusto cuando ha llegado el momento de irse.
El coqueto hotel se esconde en una tranquila calle junto a una gran avenida. El centro histórico de Damasco se sitúa a escasos minutos. Apenas he traído equipaje. Los escalones torcidos de madera resuenan bajo mis pies. El edificio de dos plantas ha resistido estoicamente todos los embates que se le han presentado. La habitación número 11 se halla en la planta superior. Al meter la pesada llave de metal en la cerradura se inicia un viaje hacia el pasado. Dos camas centenarias se levantan un metro sobre el suelo. La colcha de flores ha sido rescatada de un campamento beduino a punto de arder. Dos sillas de jardín agujereadas hacen compañía a la mesa. No me atrevo a abrir el armario por si un ejército de chinches invade la habitación. Por supuesto, no hay baño dentro. Mi solidaridad con todas las turistas menstruales que visitan la ciudad esos días.
Somos los afortunados. La habitación número 11 cuenta con su propio balcón con vistas a un edificio en construcción y a otras casas antiguas a punto de caerse. La visión de la decadencia saca siempre lo mejor de mí misma. Me siento reconfortada entre las cosas y las personas que pueden romperse…El suelo del balcón ofrece tanta firmeza que si diera un salto estoy segura de que en cuestión de segundos pasaría a formar parte del adoquinado damasceno. Vuelvo al interior.
Hace un frío de cojones y, como no, no hay un miserable radiador. El único calefactor se encuentra en el centro del pasillo bombeando calor a toda la planta a golpe de ruido. Toma “boutique hotel”. El de la cama de enfrente, un machote de tersa pelambrera, no le ve mayor problema a la situación y me dice con desparpajo que podemos dormir con la puerta abierta para que entre el calor…En la misma línea de naturalidad pienso que también podríamos dormir abiertos de piernas y que fueran pasando el resto de huéspedes a dejar la tarjeta de visita.
Me voy al baño del piso de abajo por irme familiarizando con el edificio. Si me tropiezo con un agujero en el suelo como meadero estoy dispuesta a hacerme el harakiri pero, por suerte, han colocado un retrete. La puerta no tiene un pomo al uso, faltaría más; hay que tirar de una cadena de clips que va desde la puerta hasta una pequeña argolla pegada al marco. El resultado es que cualquiera que se acerque podría colgar un video guarro en el youtube. El cubículo es tan reducido que me veo obligada a pegar un lado de la cara contra la puerta, enroscarme la bufanda al cuello en varias vueltas, sujetarme bien la mochila a la espalda ante la falta de espacio, remangarme el abrigo y mear como pueda. La experiencia hace, al menos, entrar en calor.
Las duchas, comunitarias, se localizan en el sótano. Colgadores con ropa húmeda se extienden por todas partes. El vaho lo inunda todo. Las instrucciones son precisas; imprescindible bajar a las duchas completamente vestido y con gesto asexuado en el rostro. Una vez dentro intento no rozarme con nada no vaya a ser que me ataque alguna bacteria de destrucción masiva. Miro hacia arriba, la ducha sale directamente del techo en una corriente decorativa que me recuerda a Auschwitz. Finalizado el baño de placer hay que volver a calzarse el modelito de rigor para subir las escaleras. Los pantalones, completamente húmedos, no me entran ni a la de tres así que me dedico a tratar de adivinar cómo serán los dueños de los múltiples calzoncillos que cuelgan por allí. Cuando, al fin, llego a la habitación ya ha anochecido.
Es el momento de disfrutar Damasco.