Extremidades tiene la poesía: ase, empuña, hurga, aferra, señala, huella, recorre, tropieza, prosigue. La poesía amputada no existe. Tundida de sentir se quiere el alma. Desde ningún poema se accede a tu resta. De ningún poema se amanece virgen. Las estatuas leen prosa.
Las generaciones, como las personas, hallan coartadas para incumplirse, laboran en su senectud, en la vida adversativa. Para conseguir no lograrse hay que ovacionar al desánimo, buscarle una causa y empecinarse en su pervivencia. La primera década del segundo milenio quedó herrada por un atentado terrorista en una ciudad del mundo: no era tiempo, nos dijeron, para soñar sino para cobijarse. El segundo decenio llevará, aseguran, la palabra crisis por apellido: no es momento de soñar sino de sobrevivir. Vienen años malos: siempre vienen años malos. Mañana saldremos hacia pasado mañana, hoy aúllan los lobos tras la puerta. Y nos hacinamos en torno al fuego prestando oídos al pavor, jamás a la excelencia.
Aquí, en Sudán, demasiada gente vaga pisando interrogaciones caídas. Tantos temen al porvenir. Los trabajadores de las agencias humanitarias se desganan hablándote de un país irredimible, rebozado en conflictos inacabables que se renuevan al tiempo que se pudren, como camposantos. Los sudaneses se recriminan y culpan a los extranjeros, los analistas agüeran y las armas duermen con un hombre bajo la almohada. Pero algunos, silenciosamente, clonan la aurora.
Haram Mahmoud Sirdar tiene veinticuatro años, es menuda, viste una túnica negra ribeteada de flores rojas y se cubre el cabello con un pañuelo turquesa. No le caben la sonrisa en la cara ni la mirada en los ojos. Mientras otros se guarecen, ella se desborda. Estudió nutrición en la Universidad de Jartum, pudo quedarse a trabajar en la capital pero decidió regresar a su casa, a Kordofán del Norte, una colosal extensión de tierras áridas en el corazón de Sudán. Kordofán se encuentra incrustado entre Jartum, Darfur y el Sur. Sin haber padecido una gran guerra languidece lejos del radar de los medios de comunicación y por tanto en el banquillo de las ONG internacionales. No obstante es difícil encontrar un lugar más pobre. La desertificación se ha cebado en sus campos: los cultivos de sorgo, sésamo e hibisco menguan. Sin carreteras asfaltadas, sin hospitales, sin electricidad los campesinos emprenden el camino de Jartum donde muchos terminan vendiendo mercadería china en los semáforos, malviviendo en barriadas insalubres.
Haram, acabados los estudios, se incorporó a una pequeña organización local en su ciudad natal, Alrahad. ´Las que más sufren son las mujeres jóvenes que no tienen acceso a la educación y al no poder encontrar un empleo dependerán de sus maridos toda la vida. Hemos organizado un centro de aprendizaje. Ahora alojamos a sesenta chicas. Les enseñamos todo tipo de cosas, desde economía doméstica a cómo no tenerle miedo a un ordenador. Tienen cursos de formación profesional y se les incita a comenzar sus propios negocios´. De dónde sacáis la financiación para vuestro proyecto. ´Con el dinero del azaque, el tributo que todo musulmán debe dedicar a los necesitados´. Haram sabe, como yo, que podría estar trabajando para una agencia de Naciones Unidas, cobrando un buen sueldo y aspirando a marcharse de Sudán. Cuando se lo comento se sorprende: ´pero es que es aquí donde me necesitan´. Parece un criterio sólido a la hora de elegir morada. ´Hazme caso, entre todos vamos a conseguir que éste sea un buen lugar para vivir´.
Haram es uno de esos seres que ven los frescos bajo el revoco. Para habitar en el desánimo hay que abjurar de la realidad que está, en la mayoría de sus estancias, hecha de prodigios. Haram no está distraída.
Cuando me fui a vivir a África por primera vez mi maleta pesaba de libros. Uno de ellos era un poemario de Carlos Marzal recién publicado, Metales Pesados. Uno de sus poemas me acompaña desde entonces:
EL COMBATE POR LA LUZ
De tanto ver la luz hemos perdido
la recta proporción de ese milagro,
que otorga a la materia su volumen,
contorno fiel al mundo que queremos
y límite a los puntos cardinales.
A fuerza de costumbre, hemos dado en creer
que es un merecimiento, cada día,
que el día se levante en claridad
y que se ofrezca límpido a los ojos,
para que la mirada le entregue un orden propio,
distinto a los demás, y lo convierta
en nuestra inadvertida obra de arte.
Hay una ingratitud consustancial
al hecho de estar vivos, un intrínseco
poder de desmemoria, y nos impiden
brindar a cada instante el homenaje
que cada instante de verdad merece,
por su absoluta magia de estar siendo,
en vez de no haber sido en absoluto.
Con cada amanecer dubitativo,
con cada tumultuoso amanecer,
la luz arrasa el reino de la noche
y emprende su combate. En el confuso
magma de oscuridad, con cada aurora
triunfa la exactitud de cuanto existe
sobre la vocación de incertidumbre
que tienta con su nada a lo real.
En toda madrugada se renueva
un conjuro de origen, esa fórmula
que impuso el movimiento al primer día.
Somos testigos, en el alba pura,
del trono en que la luz alza su reino
y lo concede intacto a cualquier súbdito.
Conviene contemplar la luz con más paciencia,
brindarle una atención encandilada,
el sumiso homenaje con que un bárbaro
descubre reverente en su aventura
la tierra que jamás ha visto nadie.
David me escribe desde Jacmel, en Haití: ´No creas lo que cuentan las noticias sobre gente robando alimentos y asaltando camiones en todas partes. Aquí es lo contrario: dejamos la comida temprano y empieza a ser cocinada por cuarenta comités de barrio. Los platos calientes se sirven al final de la jornada: primero a los niños y a los enfermos, después a las mujeres y por último a los hombres. Es difícil organizar la distribución diaria de once toneladas de víveres y que treinta mil personas coman de ellos, pero entre todos lo logramos. Y en paz´.
A quienes crean que cualquier tiempo pasado fue mejor, enhorabuena, les regalo el pasado, pueden quedarse con él. Los demás nos ponemos manos a la obra.