Acabo de leer La historia del diablo de Daniel Defoe y después de pelearme durante días con sus frases vagarosas, repetitivas, indecisas y completamente indignas del autor de Robinson Crusoe, el Diario del año de la peste, Moll Flanders, La tormenta y tantas otras obra magníficas, he llegado a la conclusión de que la obra de Mr. Defoe, por muy irregular que pueda ser desde el punto de vista de la Literatura, podría convertirse en algo así como una Biblia de nuestros tiempos.
Tiempos del Diablo. Una época de Diablos. No, no intento ser ni (a) ingenioso ni (b) moralista ni (c) tremendista. Mi visión del Diablo no es ninguna de las tres cosas. Tampoco lo es, me parece, la de Defoe.
No me interesa la identificación del Diablo con el mal. Me parece que la esencia de lo diabólico no es el Mal entendido como principio activo, sino más bien el despiste, el olvido, la incapacidad de ser consciente de lo que pasa. Tampoco me interesa el Diablo como personaje pintoresco. Ni la imagen de una gran cabra con alas rojas en un trono. Me interesa más bien la imagen de miles, millones de diablos. En cuanto a la iconografía, no es importante. Píntenlos como demonios, como insectos, como dioses griegos, como ángeles, como aves del paraíso, como Pokemon. Eso no importa. Lo que importa es otra cosa.
Sombras en la mente. En su libro, Defoe invoca la imagen de la linterna mágica, ese curioso aparato que puede crear, nos dice, sombras con forma de fantasmas y proyectarlos en la pared para espanto de los ignorantes. Pero las sombras de la linterna mágica, nos advierte, no son verdaderos diablos.
Personas en la mente. Seres que habitan el cuerpo. Hay millones y millones de diablos, dice Defoe, unos en el aire, otros dentro de nosotros. ¿Qué son? Joseph Campbell diría que son los órganos del cuerpo, que luchan entre sí para lograr su función y su propósito. Para Campbell esta lucha fisiológica de lós órganos del cuerpo era el verdadero origen de la mitología. Mitología: he aquí de nuevo a los diablos.
Personas en el organismo. Los órganos, su vida, sus funciones, su personalidad. ¿Dónde estoy «yo»? ¿Soy mis ojos? ¿Mi corazón? ¿Mi cerebro? Pero no sólo los órganos: también los genes. «Seres» microscópicos que viven en mí que me utilizan para desarrollar su programa, sus ciclos de influencia. ¿Saben ustedes qué es la «fuerza» de la que tanto se habla en La guerra de las galaxias?
La respuesta, por supuesto, es que la «fuerza» de Obiwan Kenobi, Yoda y todos los demás, es un «campo de fuerza que llena todo el universo». Sí, esta es la versión digamos popular, la versión New Age de las primeras películas. En las segundas (que son las primeras, ustedes ya me entienden), se da otra descripción de la fuerza totalmente distinta. La «fuerza» serían unos corpúsculos que todos los seres humanos tienen en la sangre. Algo que se puede medir físicamente con un aparato, del mismo modo que se puede medir el número de glóbulos rojos.
Seres que habitan en nosotros. Eso es lo que me interesa del tema de los Diablos. La idea de que yo no soy uno, sino muchos. Una visión transpersonal del ser humano. Una visión del yo no como «espíritu» dentro de la máquina, sino como teatro. «El sueño, autor de representaciones…» dice Góngora en su célebre soneto. Nuestro yo es un espacio vacío donde diversos personajes declaman monólogos, cuentan historias, se enlazan en tragedias y comedias. Esta, creo yo, es la nueva visión del yo que yo percibo por todas partes, en películas, novelas, obras de teatro, videoarte, series de televisión…
Ya lo escribí en uno de los primeros paseos del señor Alpeck. Que somos un mundo de islas. Que cada uno de nosotros es una isla. Pero esa isla está llena de demonios, de démones en el sentido clásico, de personajes, hombres y mujeres, viejos y niños, bondadosos y crueles. Y yo no soy ninguno de ellos. Ni tampoco la suma de todos ellos. Tampoco soy la isla. Es posible que yo sea algo o alguien que está oculto en la isla en algún lugar. Es posible que yo sea algo que debe ser construido… No lo sé. Por el momento, perdónenme si no intento dilucidarlo.