Martes 11.10 a.m.
Era la hora del recreo, C.y M. se quedaron solos en clase. C. estaba estudiando. M. se levantó, forzó un armario cerrado con llave y cogió el portátil guardado en él. C. le dijo asombrada «¿Te vas a llevar el portátil de la clase?» y M. le dijó: «Tú cállate, cállate o verás». Salió tranquilamente con el portatil en la mochila, se cruzó con la conserje, con su tutora, les saludó y se fue a su casa.
Miércoles, 8.30 a.m.
M. Vuelve a clase como si no hubiera pasado nada. A la salida le dice a C. «¿No habrás dicho nada?». C. se lo había contado a una profesora pidiendo que la protegiera, y advirtiendo que negaría todo delante del autor, del director o de la policía.
Jueves, 9.20 a.m.
El director del instituto llama a M. y le dice que dos profesoras le vieron desde el aparcamiento coger el portátil de la clase, que lo devuelva y no habrá consecuencias.
M. lo niega sin que le tiemble la voz. Vuelve a clase y se comporta como si nada.
Jueves 10.20 a.m.
El director y el jefe de estudios del centro le piden a C. que testifique, que denuncie, que le delate. La presionan. C. rompe a llorar. No quiere saber nada. Tiene miedo.
Viernes 8.30 a.m.
El jefe de estudios comunica a todo el grupo, cuando no está presente M., que no se va a denunciar el robo porque C. lo pasaría mal, y aunque lo que corresponde es ir a la comisaría, por humanidad no se va a hacer.
Lunes 8.30 a.m.
Caso resuelto: un chaval, M, de 19 años, roba y amenaza a una compañera, C, todos lo sabemos y todo quedará en un incidente. Toda una comunidad educativa de unas quinientas personas acabará tolerando que un individuo robe, amenace y no sufra ninguna consecuencia.
Pocas cosas importantes aprendí en la Facultad de Derecho, entre ellas, que la ley del más fuerte pertenecía a un estado primitivo e irracional que se superaba creando y sometiéndonos colectivamente a unas normas que consideráramos justas y estableciendo un poder público que las hiciera cumplir. Docentes, equipo directivo, inspección, policía. Mucho poder y poca capacidad de hacer cumplir las normas.
Pienso en la última víctima de violencia de género, la novena del 2010, una chica de 35 años a la que vieron por última vez siendo golpeada contra un cristal, luego «la metió para dentro y no vimos nada más», relata una testigo. No vemos nada, no queremos verlo e incluso cuando lo vemos no nos atrevemos a actuar, a veces ni siquiera a decirlo.
La defensa personal no nos viene bien a los débiles, y siempre hay alguien más fuerte que uno mismo. La seguridad colectiva depende de una comunidad intolerante al abuso de la fuerza sobre la razón. Y esa intolerancia requiere de mensajes constantes que marginen y avergüencen a quienes osen quebrantar la convivencia, empezando por la más íntima, la familiar, y continuando por la de la escuela o la del barrio. Si la seguridad cotidiana, la del día a día, la de nuestro espacio más próximo y habitado, cada vez depende más de la llegada a tiempo de la policía nunca estaremos menos seguros ni seremos menos libres.