De joven uno está demasiado pendiente de la novedad, pero la verdadera novedad en poesía se esconde en los poemas de Li Po, en los fragmentos de Heráclito o en cualquier poeta latino de la época clásica.
Anoche, desvelado como estaba por una gripe que no acabo de sacudirme, abrí al buen tuntún una edición bilingüe que tenía de las Sátiras de Horacio y me topé con el Iter Brundisinum -o, para entendernos, «El viaje a Brindis»-, donde se nos cuenta, en un tono jocosamente trivial, las incidencias que le van sucediendo al poeta desde su salida de Roma hasta su llegada a esa ciudad situada en la costa del Mar Adriático.
El fin del viaje a Brindis, importantísimo para los intereses de Roma, era alcanzar un acuerdo entre Marco Antonio y Augusto que evitara una nueva guerra civil. Mecenas encabezaba la comitiva y fue él quien se encargó de representar a Augusto para solventar las desavenencias entre los dos generales, lo cual se consiguió durante varios años.
A Horacio, sin embargo, todo eso parece importarle muy poco y, en lugar de pintar el cuadro histórico, se dedica a hablar de la diarrea que le dio el primer día por la malísima agua que bebió o se detiene en describir la travesía por las insalubres marismas del Agro Pontino, con detalles tan poco líricos como los ronquidos del barquero, el croar de las ranas y las picaduras de mosquitos, que le tienen toda la noche tan desvelado como lo estaba yo anoche.
Por ponerlo en un contexto contemporáneo, es como si Dylan Thomas formara parte del séquito que fue con Churchill a la conferencia de Yalta y no se le ocurriera otra cosa que escribir un poema cuyos primeros versos hablaran de las dificultades para conciliar el sueño por el tictac del reloj despertador y que unos versos más abajo se quejara de la pésima calidad del whiskey que le servían en el bar del hotel.
Las vivencias personales descritas por Horacio en el viaje tienen un realismo inusitado, casi revolucionario, que generará, posteriormente, toda una tradición de itinerarios burlescos en la literatura occidental. En España, por no irnos más lejos, se pueden encontrar claras reminiscencias en Garcilaso, en Góngora y en Quevedo.
La emulación en poesía, tanto o más que el ripio o la gastada metáfora, está a la orden del día. Horacio mismo tampoco era precisamente original. Como dice la nota que leo a pie de página, el modelo que seguía era el Iter Siculum del poeta Lucilio, en donde también se hace una relación minuciosa y trivial de incidentes viajeros, algunos utilizados por el propio Horacio.
El reto de todo poeta es fundir, sin que se note, la experiencia vivida con los usos de la tradición; o si queremos ponernos pedantes y echar mano del alemán, digamos que la vivencia (Erlebnis) debe entretejerse con la vivencia cultural (Bildungerlebnis). O al revés. El orden de los sumandos no altera el valor del producto.
En España, durante estas últimas décadas hemos tenido poetas de la experiencia y poetas culturalistas, pero la verdad es que no hay un solo poeta que pueda enrocarse en uno u otro bando sin caer en la inane imitación o en la inanidad del momento.
Me duele todavía la garganta, tengo un poco de tos y estoy bastante perezoso. Permítaseme, pues, terminar hoy transcribiendo el encuentro de Horacio con Virgilio, a mitad de este poema, que me emociona casi tanto como el encuentro que tiene el moribundo Cervantes en su viaje a Toledo con aquel “estudiante pardal” en el prólogo del Persiles:
postera lux oritur multo gratissima; namque
Plotius et Varius Sinuessae Vergiliusque
occurrunt, animae, qualis neque candidiores
terra tulit neque quis me sit devinctior alter.
O qui conplexus et gaudia quanta fuerunt!
Nil ego contulerim iucundo sanus amico
A falta de una traducción hecha por Fray Luis de León, escojo esta versión del siglo XIX que no deja de tener su gracia:
Brillaron otro día los albores
Y a Marón, Plocio y Vario hallé en Sinuesa.
Mis amigos mejores,
Y almas de lo mejor que el mundo cría.
¡Qué abrazos, qué alegría!
Nada si el juicio conservar consigo
Antepondré en mi vida a un fiel amigo.