Querido lector, pasan los días y hasta los meses y sigo retrasando mis promesas sobre la vida sexual de los ciudadanos del Imperio, los personajes que han adquirido el rango de celebridad, sus deportes, etc. En fin, ya hemos hablado de esto en otras ocasiones y siempre te he pedido perdón, prometiéndote esas crónicas para mañana. Y en fin, sé que estarás pensando aquello que decía don Félix Lope de Vega y Carpio: “Necio, siempre mañana y nunca mañanamos.” ¿Qué decir? Habéis razón, pero es lo que tienen las relaciones de pareja, querido lector: yo escribo, tú me lees y al final uno se coge cariño, padre de los peores vicios y las más depravadas perversiones.
Prosigo, por tanto, con tu venia (aunque casi podría decirse que también sin ella) contándote los usos de estas tierras lejanas, tan extraños para nosotros como habituales para sus habitantes, que en eso consisten los hábitos, en hacer cotidiana la sorpresa de la vida. Y esa es también la única diferencia entre unos pueblos y otros, la forma en que afrontamos este discurrir que es el vivir, pues al fin y al cabo la vida, con sus miedos y deseos, sus esperanzas y sus luchas, sus quereres y sus fobias, es la misma para todos.
Un asunto que me ha llamado la atención de las costumbres del Imperio es la diferencia de pesos y medidas. Aquí no se usa nuestro exacto Sistema Métrico Decimal sino uno más bien aproximativo, el Sistema Imperial de Medición; como no podía ser de otra forma, digo por lo de Imperial. Por ejemplo, un metro son 3,38 pies o 1,093 yardas.
Pero esas conversiones, querido lector, son engañosas y yo he comprobado que no es lo mismo una medida que la otra. Tomemos otro ejemplo, sesenta metros cuadrados son seiscientos cuarenta y seis pies cuadrados. Empero, en el Imperio seiscientos cuarenta y seis pies cuadrados dan para un cuarto de baño decente, un gran salón, una habitación amplia y una cocina pequeña, mientras en sesenta metros cuadrados un arquitecto es capaz de colocar en nuestra colonia una cocina pequeña, un baño ridículo, un salón incómodo, un cuarto de estar angosto, una habitación de matrimonio ajustada, otra de niños ínfima y dos pasillos estrechos.
La cuestión tiene que ver con esa forma de pensar de la que ya os hablé en otra crónica relacionada con las distancias y la grandeza territorial del Imperio. Esa forma de pensar se llama Think Big (piensa a lo grande) y contrasta con la de nuestra colonia, donde suele aplicarse más bien el Think Narrow (lo que podríamos traducir como estrechez mental). Y no se trata de un asunto baladí, pues la primera forma desencadena una serie de ventajas y la segunda encadena una serie de suplicios.
Un ejemplo. En el Imperio las camas de matrimonio tienen una comodidad digna de la realeza, pues existe el tamaño Reina (ciento cincuenta y tres centímetros de ancho) y el tamaño Rey (ciento noventa y ocho), mientras en nuestra colonia la reina de las camas de matrimonio fue históricamente la de ciento treinta y cinco, medida que ha conducido tradicionalmente a las parejas más al combate cuerpo a cuerpo que al disfrute conyugal.
Otra ventaja de esa forma de pensar a lo grande son las aceras, amplias y diáfanas, como las de Nueva York, donde miles de personas pueden caminar arriba y abajo. Contrastan, por ejemplo, con las de Madrid, estrechas y por las que un ciudadano con maleta, por no hablar de las personas con problemas físicos, no puede andar más de tres pasos sin tener que esquivar bolardos, kioscos o árboles o sin tener que subir y bajar el bordillo.
Y no me refiero, querido lector, que sé cuánto te duele lo que hoy estás leyendo, al centro histórico de las ciudades españolas, que es como tuvo que ser en su día, sino a las nuevas urbanizaciones del extrarradio, esas supuestamente hechas a imagen y semejanza de las zonas residenciales del Imperio, pero donde la conversión de medidas famosa no le funcionó a constructores y arquitectos.
Otra costumbre del Imperio no deja de estar relacionada con esa forma de pensar a lo grande. Os hablo del uso del automóvil por doquier. Es normal. Para ir al supermercado en algunas ciudades y sobre todo en las zonas rurales, la gente debe recorrer muchos kilómetros. Pero como toda obra humana, ese uso tiene sus corrupciones y hay quien termina utilizándolo, como ocurre también en nuestra colonia, para ir a la vuelta de la esquina.
Hablando del coche y del pensar a lo grande hay otro pensar y otro uso también muy extendido, el del pragmatismo. Esa es la razón de los automóviles con cambio automático que se estilan en el Imperio. Yo que soy, por uso y costumbre de nuestra colonia, defensor del cambio manual, aunque últimamente sobre todo del cambio manual del conductor del metro y del autobús, no dejo de sorprenderme. Quiero decir, en cualquier otro país a esto de ser prácticos se le llamaría ser vagos.
Ahondando en este asunto, he de llamaros la atención sobre una cuestión anatómica que me observó en una ocasión el sabio mexicano don Raúl Cervantes Orozco. “Se ha fijado usted, don Máximo Necio, -me dijo- que existen ciudadanos en el Imperio que tienen fofo el músculo gemelo”. Y así lo he visto, querido lector, cuán increíble parezca hay personas aquí a quienes les cuelga el músculo gemelo; quizá, quién sabe, por no haber hecho en toda su vida el esfuerzo tan siquiera de embragar.
Llego, agotado, al final de está crónica y mi uso y costumbre me lleva a desearos que podáis tener una semana rica en acontecimientos buenos y trascendentes para nuestra colonia, sobre todo en bodas, bautizos y operaciones de estética de nuestras celebridades, lo que seguro os hará más amena la siempre trágica Semana Santa.
Vale