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Aquí


-¿Dónde te gustaría estar ahora mismo?

 

Mi amigo me había hecho la pregunta a bocajarro, antes siquiera de que me hubiera dado tiempo a sentarme y pedir una cerveza. Hay amigos que son así de impulsivos (uno casi se pregunta si son amigos). Éste en concreto no puede estarse un minuto en el mismo sitio. Siempre está planeando viajes, salidas, cenas, encuentros en otro sitio. El estado natural de su mente es la huida. ¿De qué estará huyendo? ¿Un crimen? ¿Un desfalco? ¿Un adulterio? Imposible saberlo.

 

-Venga, decídete. ¿Dónde te gustaría estar ahora mismo? –insistió.

 

Mientras me sentaba, pensé algunas posibilidades. Una isla griega. Una quinta en el Alentejo portugués. Una casa frente al mar en Long Island. Pero de repente me di cuenta de que todas aquellas posibilidades también eran una forma de huida de lo peor que había en mí mismo. No, no iba a elegir otro sitio.

 

-Aquí, aquí mismo –contesté.

 

Todo el mundo me miró con sorpresa.

 

-¿Aquí?

 

-Sí, aquí. Aquí es donde desearía estar.

 

-¿No se te ocurre un sitio mejor?

 

Claro que se me ocurrían millones de sitios mejores, pero lo más difícil de este mundo es aceptar que uno desearía estar justo en el lugar en el que se encuentra. O dicho de otro modo, desear con el mayor anhelo, casi con la mayor obcecación, justo lo que uno ha conseguido. Eso es lo más difícil, el mayor milagro, la más portentosa carambola de la vida.

 

No, ninguno –expliqué.

 

Hubo un revuelo entre mis amigos. Alguien sugirió Venecia. Una chica mencionó una de las islas Maldivas a la que no llegaban los turistas. Alguien más habló de una casa en Benarés desde donde se veía el Ganges. No sé quién habló de cierto hotel en Belice.

 

-No, no. Prefiero esto. Aquí estoy bien.

 

Todo el grupo fue atravesado por un calambrazo de sorpresa, de asombro, de desconcierto.

 

-¿Lo dices en serio?

 

-Lo digo en serio.

 

La chica que había sugerido las Maldivas me dirigió una mirada insidiosa.

 

-Nos están tomando el pelo.

 

-Hablo en serio. No estoy tomando el pelo a nadie. Aquí es donde querría estar.

 

Otra vez se repitió la exclamación unánime de protesta:

 

-¿Aquí?

 

-Sí, aquí.

 

Sabía que los estaba decepcionando a todos. Sabía que me había degradado ante ellos, amigos y conocidos a los que veía con regularidad. Sabía que por la noche ya estarían diciendo que el pobre Jordá se había vuelto loco, o peor aún, tonto de remate. Sabía que nunca más me tomarían en serio. Quizá hasta dejarían de leerme, si es que alguno todavía se tomaba la molestia de hacerlo.

 

El que había sugerido Belice intentó darme una última oportunidad. Señaló la calle llena de gente endomingada para el Domingo de Ramos (mi abuela siempre repetía el mismo refrán: «Domingo de Ramos, quien no estrena, no tiene manos»). En medio de la calle, cuatro chicas se quitaban los zapatos nuevos porque les dolían los pies de tanto caminar. Había parejas cogidas del brazo, niños con corbata y pantalón corto, adolescentes con traje y corbata. Y por todas partes el ruido, el bullicio, ese rumor de colmena que se respira en Sevilla cuando empieza la Semana Santa.

 

-¿Esto? ¿Esto es lo que quieres?

 

Me hubiera gustado explicarle que no se trataba de eso. No se trataba de querer ni de desear. Seguro que había miles de lugares más bellos o más tranquilos en los que uno podría sentirse mucho mejor. Pero no se trataba de eso, sino de otra cosa. Se trataba de la predisposición a aceptar lo que uno tenía. Se trataba de lo más difícil de una vida: aceptar sin más lo que uno tiene, sin condiciones, sin reservas. Se trataba de una rendición incondicional ante la vida que en ese mismo instante era la mía. En realidad era un acto muy sencillo: bastaba arrojar de pronto las armas, levantar los brazos y agitar un pañuelo blanco en las manos, al mismo tiempo que uno empezaba a decir: sí, sí, sí, sí, sí, sí…

 

Y eso es lo que he hecho.

 

-¿Dónde te gustaría vivir?

 

-Aquí.

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