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Barbar


La fiesta de españoles ha  terminado hace un rato. Me siento a gusto entre ellos; por primera vez en mi vida me encuentro con gente que está donde quiere estar. Nadie lloriquea por el sofá de su casa, ni por las lentejas de su madre. A veces somos un poco gregarios, pero hay que hacerse cargo del verdadero tormento que supone traducir a otros idiomas los chistes que cuentan algunos…

 

Entra una jovencita en la farmacia:

-Buenos días. ¿Me da un frasco de frecuencia?

– ¿Frecuencia? ¿Qué es eso?. Pregunta sorprendido el farmacéutico.

– Pues,  el médico me ha dicho que me lave el coño con “Frecuencia”…

 

No soy especialmente chistosa, pero la mera idea de traducir al inglés los pocos chistes que recuerdo sobre pedófilos, el turbio abuelito de Heidi, o distintas prácticas necrófilas, me resulta agotadora. Prefiero beber vodka. En la cocina suelen quedarse los borrachos, de pie y con la copa en la mano, dando la impresión de que controlan la situación. En el salón, sentados junto a la amplia mesa, se hallan distintos tertulianos. El grupo es campechano. Hay todo tipo de gente, de la que uno no debería saber lo que hacen exactamente en este país…El progenitor de uno de ellos ha aprovechado el Día del Padre para viajar a Beirut y comprobar que su hijo no se pasa los días consumiendo estupefacientes. El buen padre puede respirar tranquilo: el whisky es de calidad y para tener sexo con libanesas solo hay que mentir un poco más de la cuenta.

 

Nos despedimos con tres besos, como los nativos. “Ya falta menos para la guerra de primavera”, dice el experto militar saludando con la mano antes de desaparecer calle abajo como un gentleman inglés. Sonrío pensando que no debería posponer más la consulta de algún manual sobre la perfecta evacuada, nunca sabría a priori si es mejor meter tranquilizantes en la maleta o cianuro.

 

Los desajustes alcohólicos se arreglan con una última parada nocturna en el Barbar. Una especie de restaurante libanés en el que poder llenar el estómago a cualquier hora con un “manushe”. Siempre hay colas. Hemos llegado a él conduciendo la mitad del camino en dirección prohibida. Es lo habitual de madrugada. Los inmensos todoterrenos se suben a la acera para aparcar, los coches están cruzados en mitad de la calle. Todo está permitido mientras los hambrientos conductores esperan su comida. El Barbar es toda una institución en la capital, durante la guerra permaneció abierto abasteciendo a combatientes de uno y otro bando. Los malos hacían cola en un mostrador, los peores en el otro. Todo el mundo pagaba religiosamente sus consumiciones.

 

Ahora hay mujeres con niños pequeños, noctámbulos sudorosos, drogadictos que lo disimulan bastante bien y gente que va de un lado a otro. Son las 2.500 libras libanesas, poco más de 1 euro y 20 céntimos, mejor gastadas de todo el día.

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