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Mientras tantoNosotros las ratas

Nosotros las ratas


Las ratas han invadido mi vida en esta última semana. Quiero decir que llegaron sin avisar, por varios agujeros y, en sólo unos pocos días, ya me siento una de ellas. El orgullo de ser una rata me parece ahora una de las cosas más maravillosas del mundo. Somos una raza perseguida. Hemos estado en lugares que nadie podría jamás imaginar. Nos odian porque habitamos en la realidad sucia.

 

Todo empezó con Cosmópolis de Don DeLillo. En la primera página, el escritor magnético cita al poeta polaco Zbigniew Herbert: “una rata se convirtió en la unidad de divisa”. Tres millones de ratas por un yate, medio millón por un piso en el centro, cuatro ratas por un paquete de tabaco. ¿Vestirían las mujeres respetables de la alta sociedad pieles de rata o simplemente irían a parar a la caja acorazada del Banco Central? Quién sabe, pero es curioso darse cuenta de que el dinero no vale absolutamente para nada.

 

La otra noche caminaba por delante de una comisaría cerca de Atlantic Avenue. Brooklyn tiene sus partes abandonadas, desiertas, azotadas por un viento furioso que sólo está en la cabeza. La luna llena y una bandera de barras y estrellas en el mástil de un parque infantil. Al pasar cerca de un montón de basuras, un ejército de ratas se asustó y arrancó despavorido hacia la boca de la alcantarilla, por entre mis pies. Un ejército en retirada. ¡Qué imagen! La luna, la bandera, las ratas. Alguien, no yo, hubiera visto en ella el fracaso del sueño americano sin darse cuenta de que, en todo caso, sería su fracaso como escritor.

 

Quim Monzó vino a agudizar mi obsesión con un artículo en el que escribe sobre Silvio Rodríguez y su súbito despertar a la realidad cubana. No es una rata abandonando el barco porque eso es una gran mentira, simplemente, «la calificación de rata la dan siempre los que siguen en el barco, llamando traidores a los clarividentes». Los que siguen en el barco, se aferran a él y acaban por llevarlo al naufragio. Con todo el pasaje dentro.

 

Y cuando pienso en esas personas que van por ahí llamando ratas a los demás, me las imagino en el puente de mando de un barco a la deriva y, entonces, entiendo muchas cosas. Entiendo porqué en El País sigue escribiendo Maruja Torres, pero Enric González ha desaparecido. Entiendo porqué soy una rata y no un tío con una nómina y un nombre.

 

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