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Mientras tantoLa aguja de los ricos

La aguja de los ricos


Entre los judíos con quienes andaba a veces, también iba con samaritanos, Cristo decía cosas muy poco claras. Y no siempre, o casi nunca, le entendían. Hablaba casi para gente que había pasado por una iniciación. En uno de sus arranques dijo a los que le escuchaban que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrara en el reino de los cielos. Bueno, quedó dicho que nadie entendió qué quería decir el maestro. Si se quisiera hacer un esfuerzo, se podía decir que un camello, y si es de los gibosos, tendrá todas las prominencias que con que lo adornó Dios, pero podría encontrar un artesano que hiciera una aguja grande por la que entrara y saliera con total desparpajo. Pero en el caso de los ricos no se podría, pues tendría que ser una aguja con un ojo estirable. Y es que el rico no solamente vendría con su panzón asomándose por la ventana de las camisas, sino querrá venir con un maletín. Luego se le antojará entrar por el agujero no solamente con la panza y el maletín, sino con un sofá para descansar. Y pensará luego que no deberá cruzar solo por el ojo  agujeril y querrá hacerlo con una querida. Pero como todos los ricos son casados, querrá igualmente meterse por el ojo de la aguja con la primera mujer. Y claro, los hijos, y pasarán. Después querrá pasar con el coche familiar, la cama litera de los chicos, sus juguetes, el chalet del extrarradio, la podadora. Cristo tenía razón: es muy difícil que  los ricos entren por el ojo de la aguja. Pero no nos desviemos, pues el asunto era que los ricos no entraban en el reino de Dios. Ahí está el tema. Y no entrarían porque la humanidad que dejan en el camino hacia su riqueza no estaría a gusto con la decisión del Señor.

Hace poco unas profesoras de las dos Américas visitaron Bioko, y en su recorrido, y viendo la carestía de las cosas, preguntaron por cómo se arreglaban los guineoecuatorianos para llegar al fin de mes, a lo que respondió la voz común que no llegaban. La mayoría de los guineanos estaban, dicho con todos los cálculos de desarrollo humano al borde de la lengua, al borde de la supervivencia. Y la carestía no parece tener su fundamento en el notorio hecho de la dependencia del país del exterior. Esta carestía de la vida se debe a la voracidad de los guineanos que mandan, quienes ignoran el mínimo del derecho de sus hermanos. Toda vez que el país carece de infraestructura industrial, y también de industria manufacturera de cualquier tipo, a qué se debe la carestía de los productos traídos del exterior. Toda vez que es voz pública la corrupción innata de los encargados de cobrar los impuestos también públicos y de los agentes de aduanas, ¿cuáles son los argumentos que esgrimen los que deciden las cosas para que los productos tengan este precio? Y es que, para ser un sitio al que se llega a pie, los productos de Camerún, comprados en otros países, todavía son ventajosos para los mercaderes guineanos y extranjeros que se enriquecen entre nosotros. ¿Qué dificultades hay para que los guineanos vayan a la misma fuente y no tengamos que pagar el triple por los productos que se venden a granel en la frontera más cercana?

Siendo este un país que lo recibe todo de fuera, impresiona el fuerte desembolso que hemos de hacer para adquirir objetos de necesidad primera. Hacemos un verdadero esfuerzo para comprar cosas de comer, como arroz, tomates, macarrones, mantequilla, carne, pollo, pescado, crema de untar, mahonesa, y otros productos de dudosa sanidad, pero que se consumen en todo el mundo. ¿Qué operación hacen los señores que mandan para que seamos los guineanos los que más desembolsan en África? No hay operación posible, es la dejadez, que se normaliza por la impunidad, el hecho de no castigar a los que, ante los ojos de todo el mundo, levantan millonarios chalets  con una nómina de 200 mil francos mensuales. Y es que si sobre esta cantidad se hicieran operaciones, se vería que al final de mes solamente sobraría 5 mil francos, sin ningún margen para satisfacer las necesidades de ningún tipo. No queda ningún remanente para  costear la salud, no queda para cubrir las necesidades del cuerpo, no queda para los viajes. Este panorama real es el que justifica el asombro de los ciudadanos de a pie por la suerte de los que tienen en su poder bienes muebles e inmuebles por valores relativamente astronómicos. ¿Qué ecuación humana resuelven para que algunos, aun siendo asalariados, estén al límite de la supervivencia  mientras otros vivan en la opulencia más escandalosa y todos se llamen hermanos? Cualquier extranjero o nativo que recorriera los mercados y tiendas de Malabo y Bata se daría cuenta de la dispareja relación entre el verdadero poder adquisitivo de los guineanos y los productos que se ofertan. Y hacen comentarios, aunque sea por lo bajito. Y por lo bajito hablan de una realidad que solamente la irrealidad nacional lo puede desmentir, toda vez que Guinea es un país de hechos consumados y donde las leyes y costumbres van de boca en boca.  La realidad es que, según te arrimes o no a quien tuviera en manos una obra, de vez en cuando trasciende el hecho de que ¡ya hay cemento! ¡Ya hay cemento en plaza! ¿Cuál es la razón por la que las bocas ciudadanas pueden exclamar ante la existencia en plaza de un producto que no puede llamarse de primera necesidad, pese a que sus usos sí que lo sean? Pues la razón de esta extraña exclamación es que las mismas bocas que hablan por bajito dicen que sobre todos los comerciantes de esta república de Guinea Ecuatorial pesa la prohibición de importar cemento pues hay que conceder la exclusividad de este negocio a una persona de gran poder. Un hermano poderoso. Pero toda vez que la importación del cemento no es un negocio cualquiera,  ya que su acometida necesita inversiones poderosas, y públicas, podemos creer que la supuesta prohibición viene de una casa grande, incluso de la casa del Gran Hermano.

Si estas sospechas se confirmaran, y teniendo en cuenta que un tercio de los habitantes de los ciudadanos guineanos viven en casas insalubres, y que las casas de los que pueden se construyen fatigosamente, bloque a bloque, y durante años, esta leonina prohibición puede compararse al depredador acto de bloquear las arterias de cualquier presa apretándole el cuello, un certero mordisco a la yugular. Un acto criminal. Bastaría esta confirmación para que se haga innecesaria cualquier pesquisa sobre los precios de los artículos en toda Guinea. Habremos con ello dado con las causas del elevado coste de los mismos y no habría nada que objetar. El hallazgo no implicaría, sin embargo, una invitación al silencio.

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