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Chet


He hecho muchas cosas por su culpa. La más cara fue comprarme una trompeta y apuntarme a clases. La más penosa, grabar una versión de My funny valentine para una persona que ya no quería saber nada de mí y a la que nunca llegué a entregar el disco, que acabó en la basura. No me cuesta admitir que soy una copia de todas las personas a las que admiro, reales o imaginarias, vivas y muertas. Un gesto, una palabra o una manera de sostener el cigarrillo. Todo robado. Todo actuado.

 

Escribir, el atraco perfecto.

 

Chet Baker me ofreció una actitud extrema en una etapa en la que andaba buscando una, me puso en línea directa con la belleza cuando uno va por ahí a pecho descubierto, irresistible. Una belleza extrema. También me dio un tema de conversación con el que hacerme el interesante con las chicas. Mis amigos me tenían calado: “Ya está hablando de jazz”. El truco funcionó un par de veces y luego me cansé, dejé de hablar de jazz y sólo quedamos la música y yo. La chica se había ido, el jazz se quedó para siempre.

 

En un viaje que hice a Centroeuropa, un viaje atravesado por los pensamientos más otoñales, viví un episodio agudo de obsesión por el trompetista. En el piso de un amigo mío en Amberes, escuché el “Chet Baker sings again” una y otra vez, aprendiendo cada matiz de la voz, cada detalle de la trompeta, mientras la nostalgia por cosas que todavía no conocía se posaba en el salón vacío con invierno afuera. Mi amigo trabajaba todo el día y yo estaba solo. Entonces salía a las calles de Amberes tarareando Body and Soul o Alone together, me refugiaba en un bar y sacaba mi libreta para escribir una novela en la que Chet Baker, su paso por Barcelona mejor dicho, iba a ser el elemento central. “Barcelona estaba preciosa en diciembre del 63”, dice Chet en sus memorias ‘Como si tuviera alas’.

 

Días más tarde, ya en Amsterdam, en una tarde de perros, salí a pedalear como un loco en una bicicleta que alguien me vendió por 10 euros y que, seguramente, acababa de robar. Quería encontrar el Hotel Prins Hendrik. Chet Baker murió el 13 de mayo de 1988 al caer por la ventana de una de sus habitaciones. Tenía 58 años y parecía un anciano. Estaba arrasado por la heroína. Me hice unas fotos con la fachada del hotel al fondo y luego me fui, pedaleando bajo la lluvia, escribiendo la novela en mi cabeza. La misma novela que sigo escribiendo en mi cabeza.

 

El otro día recordé todos esos pequeños momentos de soledad, los gestos, las conversaciones. Vi ‘Let’s get lost’, el documental que Bruce Weber grabó en los últimos años de vida de Chet Baker y me di cuenta de que le había echado de menos. En realidad, le había abandonado por miedo. Miedo a esa belleza extrema cuando uno va a pecho descubierto. Probé de nuevo y descubrí que las calles de Nueva York adquieren una nueva textura al paso de sus canciones, la textura de verme desde fuera caminándolas, hablando de jazz con una desconocida.

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