Los días de valle prometían ser reposados y frescos, pero enseguida se llenaron de ocupaciones. La mano de Dios no lograba valerse para espantar a toda la pajarería que se arremolinaba en torno a las semillas, incluyendo al pájaro cabra, que cuando apenas medía dos metros aprendió a llegar el primero para irse el último. Los cantos de labor se tornaban monótonos y quejumbrosos y a punto estuvieron de separarse los coros de las danzas tras haber perdido el compás cuando más se necesitaba armonizar las fuerzas. El pájaro cabra, que no cantaba por el momento aun gozando de un oído sobrenatural, se presentó con la batuta y levantó tal ventolera que todos los pajarillos se dieron a la fuga para descanso de la mano de Dios y final del canto.