Es altamente improbable que un viejo nómada del Kalahari hubiese probado un líquido negro espumoso que brotase de una fuente en el suelo de las áridas llanuras del desierto. Por el contrario, es del todo seguro que todos nosotros hemos probado esa misma bebida, sólo que bellamente embotellada o enlatada.
Los refrescos de cola, dos, por antonomasia, rivales en las formas pero con intereses comunes, en el fondo, han hecho de un producto ácido, altamente edulcorado y muy cargado de CO2, el artículo de mayor venta en cualquier supermercado, muy por encima del pan u otros productos de primera necesidad.
La única diferencia entre el pan y estas bebidas es la publicidad. Para que millones de personas consuman una bebida repugnante, en principio, debe invertirse una inmensa cantidad de energía y de recursos en promocionarla. Al menos inicialmente, hasta que se genera una cultura, un hábito social alrededor.
Si queremos generar una cultura de salud, donde se aborrezcan las drogas, se estimule el deporte no-de-elite, las dietas variadas y saludables y la cultura pacifista (ahora llamada de no-violencia), así como que se conozcan y se eviten los principales riesgos para la salud, se debe invertir mucho dinero en publicidad (también llamada promoción de la salud).