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Mientras tantoLas pasiones de la justicia

Las pasiones de la justicia

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

No sólo quien comete un daño, sino también quien lo consiente pudiendo evitarlo o mitigarlo, adolecen de falta de compasión e indignación. Según Aristóteles (Retórica II, 8-9), la piedad o compasión es la tristeza por la desgracia inmerecida de alguien, en tanto que la indignación es la tristeza causada por el éxito inmerecido de alguien. Bien es verdad que la mejor pauta moral debe rebasar la piedad restringida a los males justos o merecidos, hasta abarcar todo género de desgracias en tanto que anticipaciones o síntomas de la desgracia definitiva de la muerte. De manera que sin duda surge  compasión, aunque ciertamente no indignación, hacia cualesquiera males que nos afectan al margen de todo merecimiento o inmerecimiento. Pero aquí nos ceñimos a aquella definición aristotélica porque nos estamos limitando a los daños que nos hacemos los hombres unos a otros, y no a los que nos propine la naturaleza o el azar.

 

Conforme a los elementos imprescindibles de este sentimiento, no habrá compasión, o ésta se verá disminuida o pervertida, en unos cuantos supuestos. Para empezar, si se presume que el otro es un ser carente de valor, porque entonces su sufrimiento será debido o carente de importancia. Otrotanto ocurre cuando el sujeto que contempla el daño ajeno está libre de temor a sufrir desgracia parecida, o si predomina la envidia que se complace en el mal del otro. Pero también si no hay capacidad para salir de uno mismo y ponerse en la piel del otro como un igual: por ejemplo, si se le tiene por muy superior o inferior.  Son otros tantos modos de neutralizar el movimiento de  la compasión. Y, desde luego, no merecerá el nombre de virtud mientras permanezca en el reino de la sensiblería sin decidirse a emprender una beneficencia efectiva frente la desgracia de la que se compadece. Lo que importa entender es que en este sentido compasión e indignación son emociones de la justicia. Suponen un cierto sentido de justicia y, además, nos predisponen y empujan a hacer justicia. Esta es la prueba fidedigna de que son reales y no meramente autocomplacientes o fingidas. La incapacidad de compasión o de indignación resulta al fin una cierta incapacidad de percibir la injusticia, ni más ni menos.

 

Se recordará que, a juicio de H. Arendt, el problema más importante con que se tropezaron los nazis fue “cómo vencer… la piedad animal que sienten todos los hombres normales en presencia del sufrimiento ajeno”. Pero tanto el perpetrador del daño como su espectador pueden inhibir ese sentimiento mediante una tergiversación de los términos reales del sufrimiento que respectivamente causan o consienten. Bastaría para ello, por ejemplo, equiparar a todas las víctimas: las reales y las imaginarias, las naturales y las sociales o políticas, las propias y las ajenas, las víctimas victimadas y las víctimas victimarias, las víctimas del delito o de la injusticia y las víctimas de la justicia penal…, para así hurtar a las verdaderas lo que se les debe.  Es lo que ha ocurrido en el caso vasco.

 

Uno se pregunta si la compasión no ahoga en estos tiempos a su pareja sentimental, la indignación. Su requisito y a la vez su resultado viene a ser el postular una misma piedad indistinta que acoja por igual al agresor y al agredido. Cuando se trata de un mal social o moral, parece más fácil la compasión (hacia las víctimas) que la indignación (hacia los ejecutores) a la hora de hacer expresos estos sentimientos. Ambos afectos pueden trivializarse por la convención social: que alguien hoy manifieste su inmenso dolor o su mayor indignación ante las vejaciones sufridas por otros apenas logra convencer a nadie. Pero se diría que la compasión aún puede fingirse con mayor facilidad y, sobre todo, comprometer menos. Ha perdido, tal vez desde antiguo, su otro aguijón indignado y vengativo; o sea, ya no se muestra como una emoción de la justicia. La indignación, de hecho, nos “expone” más. Al fin y al cabo, el indignarse parece requerir o anunciar el paso a la acción: a la venganza, al resarcimiento, a algún modo de búsqueda de la justicia. Compadecerse es bastante más asequible que atreverse a juzgar. La indignación arriesga más porque nos conduce enseguida a censurar o denunciar al malo. Todavía hay otra razón de que la indignación sea más denostada que la piedad. Y es que, junto a las víctimas, puede interpelarnos a todos los demás: si no como ejecutores del daño causado, al menos como colaboradores o, en último término, en calidad de observadores con ínfulas de neutrales.

 

En suma, la actitud de
consentimiento pasivo suele acompañarse más a menudo de la compasión que de la indignación. Una menor conciencia de la injusticia del daño puede mantener altos niveles de compasión sin dejar demasiado sitio a la indignación. A la postre, frente a la más o menos sencilla identificación del dolor ajeno, nos topamos con la dificultad para señalar a los culpables de causarlo. Tal vez sea que en esta época de desgaste de ideales, «carecemos de la anacrónica facultad de indignarnos simplemente, porque ya no sabemos reconocer dónde está el mal».

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