Bajaba el otro día con mi amigo Eduardo por la Segunda Avenida, a la caída de la tarde, en busca de un restaurante indio que los dos habíamos frecuentado en una época en la cual todavía éramos jóvenes y despreocupados. El restaurante, como tantas cosas en Manhattan, había desaparecido, aunque la destartalada vaguada, entre la 14 y Houston, mantenía el mismo feliz abandono de otrora, con sus descascarillados edificios recortados sobre un cielo rosa, sus herrumbrosas escaleras de incendios suspendidas en el aire insulso de la tarde y el desteñido colorido de los toldos, que se van sucediendo a lo largo de ambas aceras. Afanados en dar con nuestro restaurante, fuimos husmeando por tiendas vitamínicas y peluquerías, por cafetines y floristerías, por delis y farmacias, hasta que, hartos y resignados con no encontrarlo nunca, nos sentamos en una terraza a tomarnos un refresco.
Hacía calor, mucho calor. Mi amigo se fue un momento al cuarto de baño y yo me quedé, entretanto, contemplando la calle con sus viandantes. Y en esas estaba cuando, de pronto, justo delante de mi campo de visión, se detuvo un taxi y, tras unos pocos segundos, se abrió la puerta trasera, de la cual fue saliendo, con mucho esfuerzo por las muchas bolsas que traía, una pelirroja que, inadvertidamente, me ofreció una fugaz y espléndida visión de sus rotundos muslos. El taxi arrancó raudo y ella se quedó un instante quieta delante de mí. Llevaba una minifalda tableada, botas de ante y una blusa medio desabrochada que dejaba asomar, por los botones de arriba, su abultado pecho y por los de abajo, su escueta cintura. Nos miramos. Ojos inmensos, azules. Tenía el cutis pecoso de muchas escocesas y las orondas formas de una mujer ya hecha, aunque todavía juvenil, todavía veinteañera. Me sostuvo la mirada y yo, azorado, se la retiré, pero al hacerlo, creí entrever una sonrisa de complicidad. Al volver a mirarla, ya se alejaba con paso firme por el paso de peatones. Una melena azafranada al viento. Una espalda de nadadora. Una bellísima viandante que se tragaba la ciudad. Otra mujer que ya no volvería a ver jamás…
Eduardo regresó y me encontró todavía recuperándome de los efectos de mi subitáneo encuentro. Di un sorbo a mi zumo de papaya y luego le pregunté, en broma, si tenía el teléfono de Bob Carbery, que es nuestro contable, pero también el nombre que tiene el detective al que acude Gal, el protagonista de la primera novela de mi amigo, tras un encuentro parecido al que acababa de tener yo hacía unos instantes. Le expliqué el motivo y luego nos pusimos a reflexionar sobre el asunto desde una perspectiva literaria, como no puede ser menos.
Un crítico francés ha armado un libro en torno al mito de la bella viandante que pasa fugazmente por una calle para no ser vista ya más, mito (o, más bien, motivo) que, según él, se inicia con el soneto de Baudelaire “A une passante”. Esa tarde, mientras hablaba con Eduardo, no había leído yo todavía el libro, ni me acordaba del poema baudelairiano, ni de ese otro, de Laforgue, que empieza con esta estrofa
Elle fuyait par l’avenue,
Je la suivais illuminé,
Ses yeux disaient : “ J’ai deviné
Hélas ! que tu m’as reconnue ! ”
Je la suivis illuminé !
No me acordaba en realidad de ningún poema en concreto, pero los dos sabíamos que el encuentro fugaz de un ser deseado es un motivo recurrente en la literatura moderna, como lo es en la propia vida.
Si echo la vista atrás, se me agolpan, ya desde la adolescencia, mujeres que deseé por un solo día con una intensidad que no consigue borrar el tiempo. Así, me viene a la memoria otra pelirroja de pantalones ceñidos en una fiesta en el pueblo serrano de Los Molinos, a la que perseguí toda una noche sin conseguir siquiera hablar con ella; y años después, recuerdo una guapísima estudiante de piano en un viaje en tren de Birmingham a Londres que, tras una breve conversación, se despidió en el andén de Victoria Station con una sonrisa a lo Jacqueline Bisset y que todavía se me aparece hoy, casi treinta años después, como pidiéndome cuentas por no haberle pedido el teléfono; o, mucho más cercana en el tiempo, una colombiana adolescente, a la cual no pude más que decirle, y eso con la mirada, que era ya muy viejo para ella. Pero, ¿se es alguna vez viejo ante el objeto del deseo?
Esa noche Eduardo y yo terminamos en una cervecería alemana; y mientras los dos nos comíamos dos salchichas de Frankfurt con mostaza, la ciudad regurgitó a la pelirroja, que entró en el local con andares de walkiria, para irse a abrazar luego, en la barra del bar, a un mocetón rubio, un vikingo en camiseta, todo sudoroso, con un tatuaje en el cuello. La miré. Era ella, no había duda, pero no quise decir nada a mi amigo. Me terminé de comer la salchicha y pensé que acaso las apariciones fugaces sólo tienen su encanto cuando se trata de bellas difuntas que no regresan más…