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Mientras tantoRepeticiones

Repeticiones


Durante la década de los ochenta se habló mucho del fin de la Modernidad. Fue la década de lo posmoderno, los posmodernos. Se reivindicaba a Vattimo, a Foucault o a Nietzsche. No se los leía mucho, dicho sea de paso, sino que se los citaba a partir de otras citas citadas en otras citas. La posmodernidad española fue gaseosa e insustancial, como lo fue la Movida. De aquella liberación de las cadenas de la Historia, del corsé del Sujeto y de las rigurosidades de la Dialéctica quedan hoy las cadenas de la ideología de género, el corsé del culto al Cuerpo como trasunto del viejo Sujeto y el rigor mortis de la ausencia de Dialéctica, sustituida por un bla, bla, bla a medias edificante y a medias estúpido. Abundan entre los herederos de aquella década los predicadores, los expertos en ingeniería social, los inquisidores de la vida cotidiana, los funambulistas del concepto. Constituyen la élite intelectual del zapaterismo sociológico, cuyo reflejo político consiste en esa miriada de instituciones pagadas con dinero público que se dedican a dictar nuevas normas de vida y pensamiento en nombre de causas brumosas. El zapaterismo sociológico se parece horriblemente al franquismo sociológico triunfante a finales de los sesenta. En aquel entonces, el chivato, el inquisidor o el espía era el vecino, el conocido, el compañero de trabajo. Reprimía el Régimen, pero más reprimía el padre al hijo, la madre a la hija, el profesor al alumno. El franquismo no era sólo una dictadura política; sobre todo era una dictadura espiritual.

            El zapaterismo y el franquismo comparten ambos un mismo procedimiento argumental, la repetición. Consiste tal procedimiento en la reiteración de una idea sin que quepa la posibilidad de someterla a un análisis crítico, a las infinitas matizaciones que exige una inteligencia entrenada en el duro trabajo del concepto, como escribió Hegel. Así, cuando se intenta quebrar la reiteración de una idea proponiendo, por ejemplo, un caso contrario, o una paradoja subyacente, los zapateristas responden con un exabrupto ad hominem. Lo mismo ocurría con los franquistas. A esta manera de proceder se la llama hoy pensamiento único o políticamente correcto; en los últimos años años del franquismo, en cambio, se la llamaba simplemente franquismo. Franco, de hecho, murió repitiendo las mismas ideas e invocando los mismos enemigos de España, los comunistas, los judíos y los masones, por este orden de peligrosidad. Sus innumerables partidarios incluían por su cuenta a los europeos, a los “invertidos” (que así se llamaba entonces a los homosexuales) y a los anarco-hippies.

            La repetición no es sólo un procedimiento argumental. Es también un principio ontológico. Lo real no fluye, sino que gira sobre su eje. El tiempo no es una línea, sino un bucle cíclico. Lo nuevo es siempre viejo, y se repite. Se aspira a una comprensión egipcia de la realidad social y del curso de la Historia. Pero la realidad social cambia, y la Historia sigue su curso. Se trata entonces de condenar todo cambio o todo acontecimiento que se aparte o contradiga el modelo cíclico, y ensalzar los casos favorables, las confirmaciones del dogma.

            Repetir, repetir, repetir. Qué pesadilla y qué hartazgo. El mundo actual parece una elucubración de Ignatius O’Reilly. He vuelto a leer El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte y he sufrido un súbito ataque de melancolía.

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