Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoDivagaciones sobre la psicoterapia

Divagaciones sobre la psicoterapia


Estaba ayer de charla con un grupo de amigos y conocidos en una terraza de la playa de Brighton Beach, entre robustos muchachotes rusos y rotundas ucranianas que no paraban de reír, cuando uno de ellos, un profesor inglés especializado en Edmund Spencer y en el potboiler de los años treinta, nos comunicó que desde hacía varias semanas su mujer había vuelto a las sesiones de psicoterapia, no sabía si por aburrimiento o porque estaba decidida a separarse de él. Hubo un silencio prudencial. Nuestro común amigo, al cabo, aclaró que la separación no le importaba tanto como el hecho de que un “idiota”, en referencia al psicólogo, viniera a meter las narices en su vida matrimonial. Alguien protestó y enseguida otro de los asistentes, enfermero de profesión y poeta en sus ratos libres, hizo una encendida defensa del psicoanálisis, tras asegurarnos que a él le había librado muy probablemente del suicidio. Y añadió:

 

– La verdad es que sin mi sesión semanal no podría ni levantarme por las mañanas.

 

El profesor inglés, muy inglés en esto, brindó entonces por Freud y dijo que a lo mejor hasta se buscaba un psicoterapeuta si con ello dejaba de discutir con su mujer durante más de veinticuatro horas. La conversación luego se fue deslizando por otros derroteros y, al rato, desde dentro de la cafetería, alguien encendió la televisión y todos terminamos pegados a la pantalla viendo el partido de fútbol entre Francia y México, sin duda una de las mejores terapias para olvidarse de traumas infantiles y mujeres más o menos malhumoradas.

 

No tuve ocasión de decir nada durante la reunión y mejor así, porque no creo que a mi amigo el enfermero le hubieran hecho gracia mis opiniones, pero ahora, delante del ordenador y forzado a rellenar mi columna semanal, diré lo que pienso sobre el psicoanálisis y la industria psicoterapéutica, por más que se me acuse de ignorante, que lo soy, en esto como en tantas otras cosas.

 

La psicología no creo que haya avanzado mucho desde los griegos. Antes se hablaba de coléricos o flemáticos, de sanguíneos y melancólicos y ahora de tipos atléticos y tipos pícnicos; antes se hablaba de apetito concupiscente y desde hace un siglo se prefiere decir libido o instinto sexual, pero en el fondo no es más que un cambio de nomenclatura a partir de descripciones impresionistas sobre la personalidad de un individuo. Apenas sabemos nada de las interioridades del alma o de la mente. El subconsciente es un terreno vedado y misterioso, con teorías para todos los gustos. La interpretación de los sueños de Freud fue en su momento una obra literaria de gran mérito, pero no menos fantasiosa que la Divina Comedia de Dante y, desde luego muy inferior desde un punto de vista artístico. Freud fue un maravilloso charlatán. Se sacó de la manga lo del complejo de Edipo después de haber leído en Diderot (creo que fue en Diderot) eso de que todo niño de dos años, si pudiera, mataría al padre para acostarse con la madre. Un dicho muy ingenioso, propio de Oscar Wilde o de La Rochefoucauld, pero absurdo como base para levantar una teoría sobre la conducta humana. Ciertamente la infancia es decisiva en la formación de un individuo, pero no lo es más que la adolescencia o los meses de gestación que pasamos en el útero materno. Los traumas de un individuo, si es que existen traumas, no son casi nunca inconscientes ni ocurren necesariamente en la niñez. El desamor de un padre, el trato mezquino de un maestro o el desdén de una mujer amada nos marcan de por vida, pero, en primer lugar, no son inconscientes y, segundo, suelen marcar mucho más a los dieciocho que a los ocho años. Luego todos procesamos estas malas experiencias de una manera o de otra y reaccionamos así o asao, pero pensar que toda conducta se puede explicar de manera racional, me resulta de una enorme ingenuidad. Yo llevo leídas todas las biografías canónicas de Hitler y en ninguna de ellas he dado con la clave de su conducta, ni creo que nadie jamás pueda entender por qué hay hombres y mujeres que son imperturbables ante el sufrimiento ajeno o que, como es el caso de los asesinos en serie, pueden extraer placer de ello. La mente es un agujero negro en todos los casos. Mis sueños no tienen casi ninguna relación con mi propia vida, ni con mis deseos ni con mis frustraciones. Mi paisaje onírico es recurrente desde mi más tierna infancia. A veces, cierto, entran briznas de mi experiencia inmediata (un parque visitado recientemente, un compañero de trabajo, la tendera que me atendió hace unos días en el deli de la esquina), pero por la mayor parte todo lo que sueño lo he soñado, con pequeñas variantes, desde siempre. La psicología ha avanzado muy poco y avanzará aun menos si nos vamos olvidando del arte de narrar. Porque al final no hay mejor terapia que la historia que nos vamos contando de nuestra propia vida. Wittgenstein dijo en el Tractatus que uno debe callar todo aquello de lo que no puede hablar, pero en realidad lo que quiso decir es que de lo que no se puede hablar hay que inventárselo, que es precisamente lo que suele hacerse cuando el paciente se sienta en el diván del psicoanalista…

 

Me interrumpe mi perorata el rinrán del teléfono. Lo cojo. Es el enfermero. Se ha acordado de un problemilla que tuve hace unos meses y, a cuento de la conversación de hoy, quiere darme el teléfono de su psicoterapeuta. “A mí me salvó la vida”, me insiste. Lo apunto por no desairarle, y entonces me dice que si me interesa también el de su instructor de yoga. Le digo que por ahora no, que se lo pediré cuando decida salvar no la vida, sino el alma.

Más del autor

-publicidad-spot_img