Mientras cae una tormenta monumental del verano que ya llega, con su olor a vapor de calles abrasadas en el Upper West donde vive Noemí, y escucho un disco de Adrián Iaies -un piano y un bandoneón que te parten en dos- comprado una tarde también de verano de hace mucho tiempo en el barrio de San Telmo, Buenos Aires, me doy cuenta de que todas esas ocurrencias que tengo son las que me han traído hasta aquí. De momento hasta Nueva York, quiero decir. Ideas peregrinas, excesivas, fuera de lugar y hasta peligrosas que, en el día a día, no sirven absolutamente para nada más que para vivir en las nubes, como desde afuera de las cosas, pero que, según mi plan maestro, cuajarán en una vida liberal y desahogada, con gintonic temprano, discoteca de jazz bien poblada y puñales de tierras lejanas colgados en las paredes.
El plan maestro pasa por escribir un libro, al parecer. Uno como los que a mí me gusta leer. Un libro con todas esas ideas y con todas las palabras que cruzan mi mente y me hacen parecer, por momentos, una persona que no está en este mundo o, peor aún, una persona que no quiere vivir en este mundo.
Pero sí que quiero vivir aquí. Y escribir en mi libro cosas como “hay que redefinir el concepto de victoria” o “si te dijera a dónde voy, quizás no llegaría nunca”.
Uno de mis sueños en esa vida que me espera es tener un loro que alce el vuelo cuando ponga los pies en casa y venga a aterrizar en mi hombro. Un loro exótico, importado de la Polinesia -si es que allá existen tales maravillas de la naturaleza-, que me salude siempre de la misma forma: A la orden mi capitán.
Este tipo de ideas.
Me han llamado de todo por ocuparme en ellas: lento, vago, triste, peter pan, romántico, arisco, individualista, poco realista, cabrón-egoísta y, la peor de ellas, soñador; pero como dice Vila-Matas –sólo la segunda parte de lo que voy a escribir-, no es que yo sea un soñador, es-que-yo-soy-muy-agresivo-con-la-realidad.
Mi hermano Pablo llama a estas ideas bombillas. Una noche en un restaurante de San Telmo, Buenos Aires, me explicó toda la teoría de las bombillas que uno va iluminando y apagando para fastidiar el sueño de todos los fantasmas que habitan el cuarto oscuro cerebral. Esa noche no hicieron falta porque ya estábamos en una. Yo me acababa de comprar un disco de un pianista argentino de apellido extraño: Iaies. De camino al restaurante, un anticuario nos pidió que le ayudáramos a trasladar un sarcófago policromado hasta el sótano de su tienda. Nunca he vuelto a ver a tres tipos llevar una tumba de momias por la calle.
Y entonces pienso que tengo que hacer algo con estas historias. El sábado, después de bajar caminando por Harlem y ver a una pareja bailar salsa en la acera, al lado de un tipo que se arrastraba borracho o cansado por el suelo, nos fuimos al Small’s, santuario de la buena vida donde los haya. El trompetista, el italiano Fabio Morgera, tocó varias melodías napolitanas y me enseñó –yo también empecé a tocar la trompeta una vez- que no es necesario tener dos manos para hacerlo. A él le falta una y es una locomotora. En el descanso, un apuesto japonés, con la banda del Sol naciente en la cabeza como los kamikazes del Imperio que se fueron a inmolar a Pearl Harbor, entró en el sótano que es el Small’s con dos diosas del brazo que parecían cumplir con todos sus deseos de hombre que va a cometer una locura de un momento a otro o a lanzarse en picado sobre un portaaviones en el Pacífico…
Y podría seguir.