El dolor no es el castigo de Dios. De hecho, el dolor es el mayor enemigo de Dios puesto que ningún Dios podría permitirlo, y de existir El, no existiría aquél.
Tampoco puede ser el Camino, salvo en el asfixiante mundo del masoquismo patrocinado por alguna de las grandes religiones.
El dolor es necesario para nuestra supervivencia como individuos porque nos pone en guardia y nos aleja de los peligros. Tiene un sentido adaptativo y la evolución de los seres vivos conocidos converge hacia la aparición de detectores de sensaciones dolorosas, señales que nos aperciben del riesgo para nuestras vidas del agente que las produce. Quizá solo los seres inmóviles, apegados al terruño como las plantas, no han desarrollado, por eso mismo, capacidad para la detección del dolor.
La respuesta al dolor agudo suele ser la huida, la retirada del miembro afecto y la contractura muscular refleja. Por ejemplo, así se inmoviliza una fractura o un esguince y se permite su curación: el dolor agudo, pues, tiene un sentido.
El dolor del paciente terminal debe ser controlado con toda la batería de fármacos disponible. Nadie debe morir con dolor (ni parir con dolor). El dolor, aquí, no es necesario.
Queda por último el dolor crónico, por ejemplo el de huesos, el que afecta seguramente a más personas, especialmente mujeres y ancianos. Aquí la respuesta del médico es siempre recetar pastillas.
La respuesta comunitaria al dolor crónico no oncológico debe ser mucho más social que médica. Piscinas públicas, balnearios, ocio para mayores, apoyo sociosanitario profesional y una supervisión médica de los problemas sociales y psicológicos asociados a la vejez, la soledad y las dolencias crónicas son mucho más útiles y proporcionan mucho más bienestar que la mera dosis de analgésicos, nocivos para el estómago y para el riñón.
Algunas formas de dolor son necesarias, otras suprimibles y algunas rebeldes, pero en todas ellas hay una persona, con su universo de circunstancias, no un mero interruptor que podemos apagar con fármacos, a voluntad.