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Creciendo


Sobre el sembrado estaba tendida la mano de Dios ocupada en las tareas que le son propias y llamando a los primeros brotes. Entre los secretos de la tierra se susurraban las vidas de los hombres y otras pequeñeces en que reparó la mano de Dios, como eran las quejas de un polluelo y las toses de otro. Los polluelos, que por fin habían concluido las lecciones y sólo querían celebrar veinte romerías diarias, estaban encendidos y bastante crecidos, lo cual interesó al pájaro cabra, que apenas encontró espacio entre los generosos balanceos de la mano de Dios, que se desvivía por acunar a los polluelos, y las canciones de los coros y danzas, que también eran de cuna. Los ingenieros culpaban al tiempo de todos los males mientras batían eficazmente dos yemas con un frasco de jarabe. Los rastreadores dejaban caer las tardes rememorando historias sobre la crianza del mundo y las terribles fiebres que sufría cada vez que iba a crecer. La mano de Dios bien sabía estas cosas y el pájaro cabra, liviano en su inmensidad, se inclinó admirado ante los hombres, que así crecen, entre dolores.

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