La
novela negra, policiaca o detectivesca se ha convertido en la narrativa
favorita del gran público en muchas partes del mundo. La idea de Witold
Gombrowicz se cumple: para el escritor polaco la novela policiaca era una forma
de ordenar el caos.
Ante la complejidad del mundo
interrelacionado, en el que las amenazas y riesgos crecen día tras día, la
narrativa negra sirve para moldear percepciones o perspectivas de las personas
en su inmediatez íntima o colectiva. Los encuentros de escritores y público sobre
esta expresión literaria en lengua española, sea el de Gijón en el verano, o
el de Barcelona en invierno, ofrecen la oportunidad de atestiguar el estado de
cosas en el universo literario que incurre en la pugna secular entre la norma y
el desorden.
En la narrativa negra el agente que
indaga e interpreta anomalías punibles puede ser policía, siquiatra, experto
forense, nigromántico, periodista, ciego o clarividente, de acuerdo lo que
demande la imaginación de cada escritor, y se busca a menudo que sea un hombre
o mujer común y corriente para evitar la excepcionalidad canónica de los
arquetipos del género.
Así lo ha descrito al hablar de sus
personajes un autor exitoso del género en España como lo es Lorenzo Silva: “se
trata de mostrar la existencia de un hombre y una mujer corrientes, más
semejantes a sus conciudadanos que diferentes por el hecho de haberse integrado
un día en un cuerpo armado, que se enfrentan con acierto variable y en
condiciones nunca óptimas a un escenario cada vez más arduo de interpretar”
(v., Miscelánea criminal, Destino,
2010).
Las novelas detectivescas suelen seguir
patrones semejantes a lo que buscan reflejar: son caóticas (profusas, difusas, confusas)
como el crimen o los crímenes que las ocupan (cf. John Connolly), o se muestran
ordenadas de principio a fin (cf. Fred Vargas). Hay, desde luego, las que
oscilan entre dichas características o las entremezclan (cf. Stieg Larsson).
El investigador, hermeneuta, oficiante, juez
y hasta vengador es un papel plurivalente que aparece y reaparece en la
narrativa negra. Cada autor encapsula en su relato la realidad. La dota de
sentido o sinsentido. Y la extiende a los lectores, que tomamos la cápsula-novela
como un antídoto contra el malestar de lo inmediato. Como bien se sabe, hay
medicinas que caen bien a unos y a otros no. En la proliferante farmacopea
literaria de la actualidad los escritores de novela policiaca extienden a su
público virtudes que otros géneros han perdido: revelan, ilustran, curan,
compensan en lo simbólico las desventuras del mundo real.
La narrativa negra puede realizar mejor
su tarea si va más allá de lo previsible. Como lo han consumado Friedrich
Dürrenmatt, Leonardo Sciascia, Juan José Saer, o Robert Coover. En ellos se
cumple el dictamen de Roberto Calasso: “en el narrar hay algo que se opone
profundamente a la condena, que supera su lado coactivo y escapa al cuchillo
que se abate. Narrar es un ir adelante y un volverse atrás, un movimiento
ondeante en la voz, una perenne cancelación de confines, una treta para evitar
las puntas vulnerables” (v., La ruina de
Kasch, Anagrama, 1989).
Queda claro que el entretenimiento es la
fase primaria del género negro, que resulta insalvable para la mayoría de sus
frecuentadores. Pocos quieren ir más adelante del estatuto de literatura de
ocio, de leer y desechar cuanto antes para ir en busca de la novedad de la
semana. Un simple negocio en el mercado de las golosinas divertidas con algún sabor sociológico o de denuncia. Lo dijo el
propio Dürrenmatt: el ocio representará el problema más acuciante, pues es muy dudoso
que el hombre se aguante a sí mismo. El género negro cumplirá su ciclo privilegiado en el público cuando los lectores dejen de aguantarse a sí mismos en el espejo
de novelas más grises que negras.
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