El sembrado llevaba desatendido varios días al encontrarse la mano de Dios desorientada y sudorosa, repartida entre el maternal abrazo de la arboleda y el frescor del arroyo. En el silencio de los largos mediodías no cabía un pensamiento; sólo los polluelos se lamentaban aburridísimos y a punto de desplumar a la paciente gallina Mariana: Las criaturas no tenían noticia de haber nacido. Bajo la sombra dorada del manzano, los ingenieros creían que el caos se había adueñado del mundo al desvanecerse sus fundadas razones como espejismos en la calina. En toda razón y en las manos susurran y obran los dioses, pero la humilde hierba es sencillamente anterior a cualquier palabra. La mano de Dios echaría en falta aquellas reposadas horas, pero bien sabía que entre los hombres no hay sosiego posible y el sembrado pronto traería abundantes labores y cosechas.