Era la decisión en sí misma: La mano de Dios congregó a las nubes de la tarde y, ya se hacía su tonante voluntad, cuando los coros y danzas recordaron alarmados que la lluvia sobre la tierra caliente era fatal para el sembrado, que se quemaría sin remedio. La mano de Dios ya se perdía en sus misterios, pero al ser rozada por las manos de los hombres, y tratándose de las tiernas semillas, que conocen la tierra fértil y el escabroso roquedo, concedió en esperar tranquilamente hasta el declinar del día. Corrió entonces una brisa amenazante y se escuchó el gran estruendo del cielo apretado y oscuro que se deshacía en abundancia. La mano de Dios iba a desatar también granizos y ventiscas, pero en su saber recordó que quedaba mucho verano por delante y, acostumbrada a las largas esperas, se llenó de gozo y corrió hacia los charcos con los polluelos.