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Mientras tantoOtros principios para la inacción (2)

Otros principios para la inacción (2)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

Un pensador como F. M. Cornford lo dejó claro: “Sólo hay un argumento para hacer algo; los demás son argumentos para no hacer nada”. Entre estos últimos, bien conocemos la réplica habitual del me limito a hacer mi trabajo (o seguir los procedimientos o el protocolo) o no es asunto de mi competencia. El espectador aduce aquí una obediencia parecida a esa otra que absuelve a los ejecutores del mal, como si cualquier orden debiera ser acatada sin resquicio de reflexión. Tiende a ampararse asimismo en su falta de autoridad para intervenir en la marcha de las cosas, ignorando las muchas formas de cambiar esa marcha y que la autoridad no puede darse sino que ha de tomarse. Tampoco quiere saber que las autoridades extraen su autoridad del consentimiento de las gentes (y de su consentimiento silencioso tanto o más que del clamoroso) y que sólo pueden abusar de su poder durante el tiempo en que los obedientes se lo permitan.

 

Seguro que no faltará tampoco quien se pregunte, o pregunte a otro en cuanto se descuide, ¿y quién eres tú para juzgar a nadie? Ya se ha visto, y aún volveremos a ello, cómo nuestra atmósfera moral proclama a todas horas que el valor más celebrado es la presunta virtud de no valorar. Semejante abstención representa a menudo todo lo contrario de prudencia o altura de miras; certifica más bien la completa dimisión del sujeto civil y moral. Su principal versión será la indiferencia y, con ella, la irresponsabilidad de negarse a aquilatar responsabilidades propias y ajenas. Semejante negativa pretende ahorrarse el esfuerzo y el riesgo de ponerse a dirimir de qué parte está lo razonable y de cuál la sinrazón, dónde se halla más la justicia o la injusticia.

 

El cargo contra quien se atreve a juzgar ofrece diversas variantes. Una es la acusación de torpe subjetivismo, justamente porque el sujeto está envuelto (perseguido, amenazado, etc.) más directamente en el caso. De modo que la víctima o el luchador quedan así invalidados para el juicio correcto, mientras que quienes lo contemplan a distancia y con toda clase de precauciones serían por lo visto los llamados a juzgar con mayor desapasionamiento. Esa  reacción defensiva suele combinarse con la reacción opuesta, esto es, con el repudio del parecer pronunciado por los que no han vivido los sucesos en primera persona. Cuando el autor dramático Rolf Hochhuth acusó a Pío XII de complicidad en la persecución de los judíos y Hannah Arendt escribió su obra sobre Eichmann, ambos fueron enseguida convertidos en reos por haberse atrevido a juzgar. Al fin y al cabo, les acusarán, «no puede juzgar nadie que no haya estado en las mismas circunstancias, en las que, presumiblemente, habría actuado como los demás».

 

Y a todos los anteriores aún se sumará, en fin, el manido pretexto –característico de sedicentes intelectuales- de la complejidad del problema. Con harta frecuencia se trata más bien de la complejidad nacida del propósito más o menos implícito de no embarcarse, primero, en la acción de aclararlo y, luego, de resolverlo. Al insistir en que «el asunto es más complejo de lo que parece», se asume el presupuesto de que la situación debe ser simple o del todo conocida antes de que el sujeto pueda comprometerse en ella. Esa hipotética complejidad sirve además para restar peso a la idea de que puede haber principios morales en peligro. Así las cosas, quien se acerca a las cosas con esta actitud contribuye a menudo a mantener el problema, si es que no a avivarlo y agravarlo. Con el  pretexto de despejar la complejidad, se emborrona la cuestión más todavía. So capa de huir trabajosamente de la simplicidad, se incurre en la mayúscula simplicidad de apuntalar la injusticia o los prejuicios reinantes. 

 

Todos estos alegatos, y otros muchos más, vendrían a representar otros tantos principios de la inacción o «argumentos para no hacer nada». Un compendio de estos principios, o más bien argucias, tan útiles para nuestro espectador, lo esbozó Cornford en 1908 con suma ironía. El primero sería el principio de la brecha, según el cual “no debes actuar con justicia ahora por miedo a crear expectativas de que puedes actuar con más justicia en el futuro, expectativas que temes no tener el valor de cumplir”. Le seguiría el principio del precedente peligroso, que decreta que no deberíamos realizar ninguna acción supuestamente justa por temor a que nosotros, o nuestros sucesores, no tengamos el valor de obrar bien en algún otro caso futuro que se asemeje al caso presente. “Toda acción pública que no es habitual, o bien es errónea o, si es correcta, sienta un precedente peligroso. De ello se desprende que no debería hacerse nunca nada por primera vez”. Y aún disponemos del argumento o principio del momento no propicio, por el que «la gente no debería hacer en la ocasión presente lo que consideran justo en esta ocasión, pues el momento en que lo consideran justo aún no ha llegado” (Microcosmographia Academica. Bowes and Bowes. Cambridge 1908,  esp. cap. 7. El texto está disponible en Internet.).

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