El valle se desperezaba bajo el sol de la mañana y los hombres sólo tenían ojos para los primeros frutos, regalos entre el rocío. Los polluelos se acercaron calladamente para picotear algún tomate y el inapetente color verde los hizo cabecear de contrariedad. Hubo sentidos lamentos por el mal brotar, el tardío madurar, el triste yantar y los pecados del mundo, que sólo traen desgracias al sembrado: El tiempo no lucía los colores esperados. Calmados los ánimos, la mano de Dios ojeó con gran cuidado los verdes tomates, cavilando que las pequeñas hortalizas no madurarían sino bajo el deseado cielo de un verano áureo, sin una noche fresca, sin relámpagos, ni asfixiantes golpes de calor; un verano que ni la mano de Dios acertaba a crear.