Si este texto sonara como la armónica de Dylan, yo ya estaría retirado cerca del mar, con mi loro, mis libros y mis cañas de pescar, pero estoy en Nueva York y hay días que los carga el diablo y sólo la noche –a veces abrazada a esa armónica-, puede arrancarles un jirón de ternura. Hoy es uno de esos días y una de esas noches. Estos fantasmas no los espantan ni cuatro tíos con aspiradoras, disfrazados de fontaneros del futuro. Puedes correr, pero no puedes esconderte, lee Hunter S. Thompson en un panfleto de la policía de Colorado en su infinita búsqueda del sueño americano, ahora supongo que a través de las estrellas –todos los muertos buenos vagan por las estrellas-, en un descapotable que ya no se fabrica.
La línea L del metro venía insultando a la física y a los pasajeros y en casa no me esperaba más que la estela de mi sombra cuando se fue a trabajar esta mañana. Ahora están conmigo, afortunadamente, Dylan y Thompson. Uno me canta y el otro me abre las cervezas a dentelladas. Me consta que se quieren. Sé que no estoy escribiendo nada, pero es más agradable que subirse a un púlpito y ponerse a decir chorradas.
No sé, esta desesperanza pasajera es casi divertida. Algo habrá tenido que ver la visita del fin de semana a la capital del Imperio, decorada por funcionarios, lápidas y jardines tan limpios que las hojas ni tocan la hierba. No es por nada, pero al último que se le ocurrió soñar algo en Washington, lo llenaron de plomo. Amaneció con la boca llena de hormigas, como dicen en Cuba. Es más seguro mezclarse con la gente, fotografiar todo lo que se ponga a tiro y comerse un perrito caliente al lado del mármol negro con los nombres de los 50.000 chavales que mordieron el polvo en Vietnam. A Washington se va a cumplir y punto, aunque vivas en la Casa Blanca, aunque vuelvas a dormir el sueño eterno bajo tierra.
Sería injusto dar esta impresión de W. Una de las noches nos fuimos a cenar a un restaurante etíope. Desde que descubrí la gastronomía de esa bendita tierra –fue en Nairobi hace un tiempo-, con los menús siempre en precioso alfabeto amhárico, no pierdo ocasión. Además se come con las manos. El café es siempre magnífico. En W., y no he descubierto todavía el motivo, está la comunidad de etíopes más grande del mundo. Caminan esbeltos y elegantes por las calles, traspasan con sus ojos claros a los bárbaros de piel blanca como si miraran al horizonte siempre lejano que tienen por aquellos lares y que tanto echo de menos.
(Dylan y Thompson se desvanecen, entran otros fantasmas en escena, de piel oscura –fantasmas de negros-. Parecen gigantes borrachos. Susurran a espaldas del incauto escritor o plumilla, sólo iluminado por la pantalla blanca del ordenador portátil)
– ¿Qué hacemos con este mzungu? ¿Nos lo llevamos?
– Sí, sí, sí.
(Cae el telón. El público se arremolina en las taquillas del teatro, amenazan con quemar el lugar si no se le devuelve el dinero de las entradas. El actor principal se escabulle por una puerta de emergencia. Llega hasta el metro. En el vagón hacia Brooklyn no cabe ni una chica guapa. El actor llega a casa, tiene ganas de escribir. Pone un disco, abre una cerveza, se queja, piensa en sus fantasmas, en África, etc.)