La maternidad es sin duda un proceso que marca la vida tanto de la madre como del hijo, creando un vínculo que nunca se quiebra. Sin embargo, cuando los lazos entre los mismos se ven extrañados es inevitable que surjan las preguntas y las dudas. En su última película, el director colombiano Rodrigo García plantea precisamente tres tramas en donde las relaciones entre madre e hija se han visto negadas o se disponen a comenzar de un modo nada convencional.
En la primera, una mujer ya mayor vive estancada en el recuerdo de su hija, protagonista de la última historia, dada en adopción cuando se quedó embarazada con apenas 14 años. Tras la muerte de su madre, aparecerá un hombre que le insuflará nuevas esperanzas en su marchita vida. La segunda trama nos cuenta la problemática de la adopción para una joven pareja cuyas dudas crecen a medida que se acerca el momento decisivo del proceso. La última historia condensa los mejores momentos del filme, y tiene como protagonista a una fría y calculadora abogada muy bien interpretada por Naomi Watts. Lo que empieza como una insulsa aventura amorosa con su jefe, estupendo Samuel L. Jackson, acabará con un inesperado embarazo que le hará cuestionarse su insensible planteamiento de la vida.
El tacto para plasmar las sutilezas de las emociones humanas que había demostrado en películas como 9 vidas o en los capítulos de Six Feet Under y sobre todo en In Treatment, desaparece por momentos en detrimento de un dramatismo un tanto impostado. El problema es que en esta ocasión Rodrigo García no ha sabido equilibrar el resultado global, y mezcla cargas de profundidad excelentemente orquestadas con momentos de superficialidad dramática. El resultado avanza un tanto a trompicones, y en algunos momentos de una historia uno desearía poder saltar inmediatamente a la otra para echar un vistazo y ver cómo están las cosas.
Sin embargo, si obviamos la factura final y nos centramos en analizar Madres e hijas en sus diferentes fragmentos, hay que reconocer que hay más cine en una de sus escenas que en muchas películas que pueblan la desierta cartelera veraniega. Todos los actores están estupendos, con especial mención a un Samuel L. Jackson que nos hace pensar en que podemos estar ante un caso de segunda juventud cinematográfica a lo Morgan Freeman, una vez abandonados sus papeles de acción por razones físicas obvias. La pareja que forma junto a Naomi Watts desprende una química que Rodrigo García sabe muy bien cómo reflejar en la pantalla. Es una lástima que apenas les veamos en tres o cuatro escenas de la película, aunque esto permita que cada una de ellas sobrevenga con una fuerza arrolladora.
El atormentado personaje al que da vida Anette Benning se sitúa en la vertiente bergmaniana de la incomunicación humana. Es imposible no remitirse a una de las películas más profundamente trágicas de su prolífica carrera, Sonata de otoño, en donde el odio que había germinado a lo largo de años de incomunicación entre madre e hija estalla reabriendo viejas cicatrices. Sin embargo, aquí el personaje tendrá la oportunidad de dar un giro a su vida precisamente a través de una nueva relación humana. El trabajo de Benning merece ya de por sí la visita a la sala de cine, ya que a pesar de la feliz evolución de su personaje consigue mantener siempre en pantalla los ecos de una herida que la acompañará de por vida.
En la historia que aborda el complicado proceso de adopción al que se somete una joven pareja, Rodrigo García nos sitúa en el limbo de quienes desean desde la distancia adoptar desesperadamente un hijo para luego toparse con una realidad mucho más dura de la que esperaban. La experiencia en el formato televisivo le permite sintetizar en pocos minutos de película la montaña rusa emocional que sobrellevarán los personajes. El director se inmiscuye sin tapujos en los momentos más duros de un proceso que da mucho que pensar. Pero es de agradecer que no haya una puntualización ideológica de este tipo de adopción, tan sólo una invitación a la reflexión sobre la valentía que requiere afrontar dicho tour de force.
Madres e hijas es una de esas películas con las que uno se enfrenta nada más salir de la sala de cine. No sólo por la temática que aborda sino por la manera en la que lo hace. De la sensación de dramatismo excesivamente forzado uno acaba pensando que al fin y al cabo es inevitable que de las situaciones que plantea surjan tantos sentimientos encontrados. Aunque hubiera sido interesante eliminar en muchos momentos una banda sonora que puntualiza situaciones que no lo necesitan para nada. Sobre todo teniendo en cuenta la maestría con la que el director colombiano maneja las posiciones de cámara, situándonos en una retaguardia de la cual únicamente salimos en determinados momentos muy bien escogidos. Especialmente en un travelling final que permite atar las tres historias de manera un tanto excesiva pero tremendamente efectiva.
No se trata, en fin, de la película más redonda de Rodrigo García, pero no necesita serlo en absoluto para quedarse en nuestra cabeza y hacer que la pensemos unas cuantas veces. Cualidad de la que muy pocas cintas pueden presumir y por la que bien vale la pena acercarse a verla. Al fin y al cabo es de apreciar que haya cineastas como el director colombiano, capaces de fijar su mirada en el ser humano desde la postura de cómo éste necesita imperiosamente de las relaciones personales para dar sentido a su vida. Un sano acercamiento que nos hace olvidar durante un par de horas el extremo individualismo hacia el que se dirige nuestra sociedad.