Las arcas se abrían y cerraban repletas de incontables riquezas y confites, después de agostada la plenitud de los campos, que sólo dura unos días. Los rastreadores y el ganado mayor se detenían al amparo de un árbol legendario, cuya savia vigorosa corre tronco arriba en el páramo ardiente. Los polluelos jaleaban al toro bravo desde la prudente lejanía, en las adoradas charcas donde deshojaban lechugas frescas, olvidaban las lecciones y escupían el jarabe, ahora que la mano de Dios por fin se había perdido y la gallina Mariana no lograba velar por todos.
La sembradera, los juegos frutales y las quincenas de holganza embrollaban la máquina y la culpa de los ingenieros, que lloraban el tiempo malgastado en comentarios proferidos inútilmente, sin que los coros y danzas interrumpieran sus incansables festejos: Felizmente celebraban las bendiciones del sembrado con paseíllos acalorados entre los juncos de la orilla, que llegaban graves al frescor de la noche ya crecida, donde casi se albergaba el aleteo inmenso del pájaro cabra.