Querida lectora, algunos piensan que vivimos tiempos extraños donde iluminados religiosos proponen quemar libros que son sagrados para otros iluminados religiosos. Los primeros pretenden demonizar a los segundos en una pira simbólica, antesala de la quema verdadera, y los segundos amenazan directamente de muerte a todo el mundo si, tan siquiera, alguien osa prender la pira simbólica. Todo un disparate.
Sin embargo, digo que algunos piensan que son tiempos extraños porque para mí tengo que son los de siempre. Guerras de religiones, quemas de libros y hogueras en nombre de los dioses han sido habituales en la Historia de la Humanidad, sobre todo, y como bien sabes, en la Edad Media.
El asombro, para quienes ven raras tales barbaridades, radica en un convencimiento (personal que no científico) de que al parecer estaban superadas. Creéme si te digo que el hombre no hace en la Historia sino cumplir con regularidad el mito de Sísifo. Arrastra la piedra de la civilización hasta la cumbre de la montaña y, cuando la alcanza, la deja caer con toda su fuerza, a ver cuánto es capaz de destruir.
No veas en esta reflexión, ahora que vamos a meternos en el otoño, lo que en nuestras colonias los psicólogos llaman depresión posvacacional. No hay tal posibilidad en el Imperio pues, para caer en ella, obviamente deberían existir antes las vacaciones y, como ya te expliqué en otra crónica, los ciudadanos imperiales a duras penas se toman una semana de holganza, dos a lo sumo. (Salvo los ricos, claro, pero esos tampoco pueden caer en ella, ya que al tener ellos las vacaciones todo el año lo que les falta es el tiempo, digo el pos, de la depresión).
Tan escuálidas vacaciones en país tan inmenso hace que los ciudadanos imperiales no sean grandes viajeros fuera de su país. Por ese motivo, los pocos estadounidenses que véis de veraneo en nuestras colonias son normalmente jóvenes, que aún no han llegado a la Universidad o como mucho están en ella, y ciertas personas de edad, aquellas que pudieron jubilarse antes de que sus planes de pensiones se los llevaran los sumos sacerdotes del Capitalismo en la última crisis.
De esa forma, los ciudadanos imperiales suelen quedarse dentro de Estados Unidos durante sus días libres, puentes y alguna otra escasa fiesta de guardar. A lo más, viajan a lo que podríamos llamar ciertas plazas de soberanía en El Caribe, como Jamaica o las Bahamas.
Dentro de esta inmensa nación, en determinadas fechas, cientos de pequeñas ciudadades, parques naturales y lagos se convierten en lugares habituales de turismo para los estadounidenses. Entre tales sitios se pueden mencionar, por ejemplo, el Cañón del Colorado (cuatrocientos kilómetros de garganta; eso sí que es una garganta) o el Parque de Yellowstone (sí, sí, donde está el oso Yogui) y las Montañas Rocosas (4.830 kilómetros de largas por 4.401 metros de altas), el Monument Valley (donde las películas del Oeste), las cataratas del Niágara (antes lugar para las lunas de miel,ahora sitio de paso para divorciados), Los Ángeles (donde Angelina Jolie y Brad Pitt), Nueva Orleans (cuando no está inundada) y, por supuesto, su capital, New York (New York, New York)…
Nada me gustaría más que poder dedicar una crónica a cada uno de tales lugares, como si en lugar de un pobre escribidor de las noticias del Imperio fuera aventurero cronista para una revista de viajes. Mas, como siempre, tamañana proeza excede mi humilde condición. Por tanto, te hablaré tan sólo de dos lugares que he tenido la oportunidad de visitar recientemente.
Me refiero a Las Vegas y Los Hamptons, lugares tan extremos en sus conceptos que se tocan. Por ejemplo, en Las Vegas cualquier hortera puede ser un rico, en Los Hamptons cualquier rico puede ser un hortera. En ambos sitios, el disfrute es el medir, aunque es cierto que en los segundos, la medición está más refinada.
A diferencia de lo construido por otras grandes civilizaciones, las pirámides de Egipto, el Coliseo de Roma, la Torre Eifel de París o la mismísima ciudad de Venecia, Las Vegas son todo lo que este Imperio es capaz de hacer con un puñado de dólares en medio del desierto: Una imitación en cartón piedra de todos esos monumentos. Curiosamente, también la mayoría de los turistas y habitantes de Las Vegas son de cartón piedra, digo tienen musculitos de cartón y cabezas de piedra o, al revés, músculos de piedra y cabecitas de cartón. Ya lo dice doña Alicia Montano, Las Vegas son la América Dolly Parton.
Digo que en Las Vegas el disfrute es el medir pero hay que observar que tal filosofía es un imperativo pues, siendo su mayor atracción el casino, es obvio que más disfruta quien más gana, que es la mejor forma de medir.
Al igual que Gstat, Cap d’Antibes y Sotogrande, los Hamptons son todo lo que el Imperio es capaz de hacer con un puñado en medio de lugar paradisiaco: Una réplica a imagen y semejanza de tales enclaves. Donde uno mire no hay más que mansiones de madera, cristal y diseño. También la mayoría de sus turistas y habitantes son de madera, cristal y diseño. Digo, poseen maneras de cristal, cuerpos de diseño y caras de madera o, al revés, caras de diseño, cuerpos de cristal y maneras de madera. Ya lo dice doña Emma Reverter, Los Hamptons son la América Ralph Lauren
Digo que en Los Hamptons el disfrute también es el medir pero más refinado que en Las Vegas porque, en siendo todos ricos, el mayor placer es impedir a los pobres que vayan a sus playas. Para ello las privatizan de una manera bien peculiar, por no decir militar. Colocan en hilera, frente a las playas, sus casas, jardines, establos, campos de golf, clubes de polo y cotos de caza. De esa forma, no queda hueco para un camino público de acceso a la arena y, claro, no va a entrar uno a la playa por la cocina de doña Dona Karan. Ese tipo de actitud es lo que comúnmente en nuestra colonia se conoce como mala leche.
Y ahora te voy a contar un secreto, querida lectora. Si quieres ir a cualquiera de estos lugares turísticos del Imperio no lo hagas nunca cuando haya una fiesta de puente si no quieres pagar un precio desorbitado debido a lo que no es más que una manipulada ley de la oferta y la demanda. Quiero decir que, no habiendo vacaciones, la demanda es obligada en tales fechas. Conociendo esa situación de antemano, lo que se llama información privilegiada, hoteleros, restaurantes y compañías aéreas hacen el agosto y una habitación que habitualmente cuesta cien dólares pasa a costar en esos días más de trescientos.
Y con ese secreto, te dejo a las puertas del otoño, periodo propicio para recapitulaciones y despedidas.
Vale