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Viejo


Cuando nací ya era bastante vieja. Ahora debo andar cerca de los 50 años. Me siento en el balcón de mi terraza al atardecer y en algún momento de la madrugada, sorbiendo un té. Me gusta mirar como las luces de los aviones irrumpen de repente en el poniente del cielo, acercándose poco a poco al aeropuerto.

 

Muchos amigos me preguntan por Beirut como si fuese un destino excitante y peligroso. Quizá algún día lo fue. Yo me lo perdí. Ahora es solo una ciudad pequeña como otra cualquiera, una ciudad negocio que vive del mito esfumado. Una herida ahogada entre mi propio cinismo. Te levantas, vas a trabajar, pateas sudoroso porque aún eres de los pocos europeos que caminan, te peleas en las colas, llenas el frigorífico, conoces a la gente, te alegras cuando algún rostro comienza a hacerse familiar; disfrutas, incluso, de las noches en las que te olvidas de pensar.

 

Contemplo con cierto sarcasmo a la gente que aún cree que hay sitios irrepetibles, sitios especiales, como si la miseria generara diferentes hijos de puta o la ignorancia no fuese igual de bruta en todas partes. Como si al cortar no hubiese lo mismo dentro…Soy la primera que ha dado tumbos por mil y una partes, intentando descubrir la palabra mágica con la que todo pudiera ser expresado, esperando, ahora sí, que todas las piezas encajasen. Pero no, no encajan nunca.

 

El destino de los sueños de uno solo es la ilusa ficción de que todo podría tener sentido. Tantos años mirando hacia fuera, en busca de un escenario en el que el disfraz me iría perfecto, y resulta ahora que, lo único, que aún puede sorprenderme está dentro de mí. Aunque, a veces, haya tenido que abordar las costas de Cimeria para encontrarlo…

 

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