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Formentor


Me temo que no soy un buen bloguero. Hace un mes estuve en las Conversaciones Literarias de Formentor, en el hotel Formentor, en Mallorca. Un buen bloguero se hubiera llevado el ordenador y habría escrito sus crónicas desde la habitación, escuchando las conversaciones -o los gritos- que llegaban de la habitación de al lado. Y también se habría llevado el ordenador a la terraza del hotel, bajo las pérgolas llenas de bignonias de color malva, que a veces chorreaban porque llovió bastante durante aquel fin de semana. Pero yo no soy un buen bloguero, lo siento, así que no me llevé el ordenador. Preferí bañarme en la playa, contemplar la luz acerada del atardecer y conversar con mis amigos (por suerte, muchos de ellos también habían sido invitados). En realidad, el oficio de “blogger” me desagrada bastante. Me ocurre a menudo que me canso de mis opiniones. Y durante un tiempo prefiero olvidarlas. Eso explica los apagones de este blog. Necesitaba olvidarme de mis opiniones. Descansar. Darme un respiro. Lo siento.

 

La última edición de las Conversaciones de Formentor (Converses, si lo decimos en catalán) estuvo dedicada a la Escritura del Yo. En uno de los debates (muy bien moderado por el escritor argentino Patricio Pron) se habló de los blogs. En otro, en el que participé, se habló de los diarios y de la escritura autobiográfica. El debate llevaba el epígrafe –un tanto pomposo- de “Canto a mí mismo” (¡pobre Whitman!). Fue un debate muy animado, que por alguna razón derivó hacia la posibilidad de contar la verdad en un libro escrito por uno mismo (o yendo más allá, incluso sobre la posibilidad de escribir la “verdad” en cualquier sitio). Agustín Fernández Mallo sostenía que la verdad no era más que un constructo lingüístico, y que por lo tanto nadie podía aspirar nunca a contar la verdad, porque la verdad era escurridiza y maleable. José Carlos Llop, por el contrario, sostenía que cada escritor debe aspirar a escribir su verdad, por muy subjetiva e imperfecta que sea, porque de lo contrario la literatura no es posible.

 

El debate se fue alargando sin que ninguno de los dos interlocutores cediera. En un momento dado tuve la impresión de que habíamos caído en uno de aquellos debates escolásticos que llevaban siglos y siglos repitiéndose sin alcanzar ninguna conclusión. De hecho, el debate entre Mallo y Llop ya lo habían tenido, en el siglo XIV, Guillermo de Ockham y Duns Scoto. Y casi quince siglos antes, si no recuerdo mal, Platón ya lo había tratado en su “Teeteto”, sin que llegase –creo recordar- a ninguna conclusión.

 

 

Yo preferí no decir nada sobre el tema de la verdad, y me limité a contar la historia de una mano que había quedado pintada en el interior de la cueva de Altamira, una sola mano extendida que no sabemos muy bien qué hace allí, pero que simboliza el primer momento –o al menos el primer momento del que tengamos constancia- en que un ser humano quiso dejar un testimonio de su existencia. “Éste soy yo”, decía de alguna forma aquella mano pintada de óxido o de carbón. Una mano perdida entre animales heridos, bisontes dormidos, ciervos que corrían en estampida y signos que nadie ha conseguido descifrar. Una mano misteriosa que nunca sabremos qué pretendía decirnos, pero que todavía, quince mil años después, sigue aquí.

 

 

Por la noche, en mi habitación del hotel Formentor, encontré una frase en el “Diario” de Tolstoi que me podría haber servido para el debate, pero como ocurre siempre, la encontré demasiado tarde. A los ochenta años, hacia 1908, Tolstoi sintió de repente una añoranza terrible de su madre, que había muerto cuando él sólo tenía dos años. Y entonces escribió esta frase en su Diario: “Volver a ser pequeño y acercarme a mi madre, tal como la imagino. Sí, sí, a mi madre, a la que nunca pude dar ese nombre… Tú, mamá, tómame, mímame… Todo esto es locura, pero todo esto es verdad”.

 

 

Ahí estaba la solución al debate, en esta frase: “Todo esto es locura, pero todo esto es verdad”. Sí, porque la locura de un hombre que nunca conoció a su madre se puede convertir en la verdad de un anciano tembloroso que consigue abrazarla casi un siglo después de su muerte, y que le pide, casi llorando –o incluso llorando, quién sabe- que le toque y le acaricie. La locura de la añoranza de Tolstoi es la verdad del abrazo de su madre muerta. Y eso es indiscutible, eso es verdad. O sea que un diario sí puede contar la verdad, siempre que la emoción que ha quedado consignada sea genuina y surja de una verdadera conmoción interior. Si la añoranza es cierta, si el dolor es verdadero, si el júbilo es real, la verdad de lo anotado nunca podrá ser puesta en duda. Lo repito: “Todo esto es locura, pero todo esto es verdad. Tú, mamá, tómame, mímame”.

 

 

“Tú, mamá, tómame, mímame”.

 

 

Todo esto es locura, pero todo esto es verdad.

 

 

Y yo, el mal bloguero, me retiro de nuevo a la oscuridad.

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