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Mientras tantoLa apoteosis de la seguridad

La apoteosis de la seguridad

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

1. El derecho a la vida resulta el
primero sólo en tanto que  fundamental, puesto que sin él no habría ningún otro derecho. No
es poco, pero tampoco es todo. Su anterioridad será así temporal y lógica, mas
no se trata de una prioridad cualitativa o una prevalencia moral. Por eso es
falso pregonar sin otros matices –como hace Juan Aranzadi- que “antes incluso
que los derechos y libertades políticas, y por encima de ellos, está el derecho
a la vida” (I, 663). Tal cosa sería tomar la condición del valor por el valor
mismo y por el máximo valor; el bien subjetivamente más preciado como el
objetivamente más precioso. El derecho a la vida precede a los demás derechos,
desde luego, porque éstos tienen que suponer aquél; pero ese particular derecho
a la vida sólo se llena de sentido gracias a los otros. Este derecho
fundamental es, en el fondo, el derecho a la vida digna; a una vida que se despliega más allá del mínimo
vital.

 

Para
entenderlo mejor, bueno será no confundir los derechos y los deberes de todos
con respecto a la propia vida.  El
derecho más básico es el derecho de los otros a la vida, y de ahí mi deber más primario de no atentar contra ella. Y
como yo también soy otro para los otros, mi derecho básico a la vida engendra
el deber básico ajeno  a
respetarlo. Ahora bien, “el que el deber más básicamente exigible a los otros,
derivado de un derecho, sea el no atentar contra mi vida, no quiere decir que
mi derecho/deber más básico respecto a mí mismo, sea el mantenimiento de mi vida
(…). En este sentido, es cierto que hay causas que están por encima de la
vida -propia-, precisamente la causa de los derechos de todos. Desde ella es
plenamente coherente estar dispuestos a arriesgar la propia vida” (Xabier
Etxeberría, 2006).

 

Dicho
en otras palabras, el derecho a la vida, en tanto que vida digna, valiosa o
propiamente humana, incluye contar con la posibilidad de aceptar la propia
muerte para salvaguardar ese valor. 
Sólo los seres que conocen el valor de la vida tienen derecho a escoger
con lucidez una muerte arriesgada. Sólo quien sabe cuánto vale la libertad
puede poner en peligro su vida para tratar de liberarse y liberar  a otros de vivir en la servidumbre. Un
sacrificio semejante requiere que antes nos valoremos a nosotros mismos en el
precio justo. “¿Y cuál es el precio del hombre que tapa los oídos al grito de
la víctima y que, ante la injusticia, consiente en agachar la frente?”. En
suma, “la diferencia es ya grande entre quienes eligen arriesgarse y quienes
eligen callarse” (A. Camus, Crónicas 1944-1948 ).

 

2. Así las cosas, de la naturaleza misma del deber
correspondiente a este derecho, el de respetar la vida ajena, ¿no se
desprenderá también el deber de defenderla cuando esté amenazada, y tanto más cuanto más injusta sea tal amenaza?
Además del deber negativo de no dañar a los hombres, ¿no nos obligará algún
deber positivo de favorecer su bienestar? Y ese deber ¿no llegará a incluir el
de arriesgar la vida propia en
ciertas situaciones?

 

Se replicará que los actos heroicos o supererogatorios, por muy valiosos que sean, en modo alguno son
obligatorios. Aranzadi, por ejemplo, da por seguro que la conciencia moral nos
solicita  abominar de “cualquier
Causa (…) que exija morir o matar por ella”. De ser así, es de temer que nos
solicitara igualmente dejar de vivir como humanos, o sea, como seres que
invocan razones y valores por los que guiarse y justificarse. Tal cosa sería
descender a un nivel natural o premoral de la acción humana, un talante que
lleva a muchos  -según consignó el
clásico-, con tal de vivir, a renunciar a las razones que dan valor a la vida: et
propter vitam vivendi perdere causas
.

 

Porque la tentación innegable de ese a quien venimos
calificando de «espectador» estriba en prescindir paulatinamente de
todos los demás derechos con tal o a fin de salvaguardar este primordial
derecho suyo a la vida; en estar dispuesto a sufrir la indignidad o el expolio
de sus derechos, a condición de preservar la supervivencia. Eso es precisamente
lo que el agresor, el asesino o el terrorista escuchan con nitidez en muchas de
nuestras rituales declaraciones de condena: que, salvo a la vida, podemos
renunciar a todo lo demás. Proclamo entonces que estoy en la obligación de
cuidar de mí por encima de todo. Lo que era deber pasivo del otro pasa a ser mi
principal deber activo con relación a la propia vida. Que nadie me pida
arriesgar un pelo por el bien, el derecho o la salvación de nadie, porque mi
derecho a la existencia es absoluto y estaría más allá de cualquier otra
consideración. He ahí la apoteosis de la propia seguridad con exquisita  conciencia.

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