Me deslumbraste hablándome de un circo incandescente, narrando batallas delirantes, con esa mirada tuya siempre atenta, con la sonrisa perenne en los labios y la tentadora amenaza de un cuchillo entre los dientes. Busqué en tus labios secretos perfectos, y los encontré en ese universo tuyo y mío de vestidos negros y blancos, de noches interminables, sin prisas, de bosques en llamas, de gitanas montañas. Un encantamiento, una fusión eternas y sin embargo tan frágiles.
Las cosas se ven de otra manera cuando acaban el café y los frijoles y comienzan los reproches. ¿Te acuerdas? “No me pongas la cabeza loca, deja en paz mi aguardiente”. ¿Cuándo nos olvidamos de aquel fuego incandescente para dejarnos llevar por la corriente de la cotidianeidad más mundana, más prosaica, por aquellos pequeños grandes resentimientos del día a día? Ya sé, ya sé: había cuentas por pagar, nos cortaron el agua, me tocaba a mí disfrazarme de oficinista y salir a la calle a buscarnos el pan a los tres. Ya sé: algunos días, el pan estaba duro de roer. Pero es que, ¿sabes? Esa película ya la había visto antes. El mismo guión de siempre; los mismos sermones. La samba, la cachaça, la bohemia.
Supongo que fue entonces cuando empecé a pensar que debías dejarme ir. Aún cometimos el error de dejarlo todo pudrirse un poco más. Y ahí fue que abusaste, me atacaste, me arrojaste tus miedos con la excusa de pretender redimirme. De tanto tensar la cuerda, hundiste el barco: Ahora tendrás que aprender a nadar, me dije. Y, también desde el rencor, me juré y perjuré que nunca más con alguien como tú, “que no aprendió a perder y no sabe lo que es vivir”.
Tanto enojo, tanta decisión y, sin embargo, cuando llegó la hora de marchar, no conseguí evitar aquella melancolía, la anticipada nostalgia de lo que ya nunca viviríamos. Supe, creo, disimularlo: “No me esperes; no tardes en redecorar la casa”, te dije. Y me fui, aunque sabía lo que estaba por llegar. Sabía que apenas quedaba la promesa de que la guerra terminaría pronto. Que, los días de lluvia, daría lo que fuese por olvidar tu sabor, tu olor; que querría romper en mil pedazos todos nuestros recuerdos para acabar con el dolor de haber visto en tu espalda las marcas de otras uñas. Aunque sabía que también tú me extrañarías, que al despertar me buscarías por detrás del travesero de la cama, entre las sábanas; que perseguirías mis cariños dentro del armario, en los cajones vacíos, en las noches insoportables de ausencia.
Hoy te encontré después de años de soledad y de sombras. Esta vez no hubo cómo evitarlo y, sin saber muy bien cómo, nos entregamos a este amor violento, sediento, loco, que reposaba agazapado, atento para asaltar a estos dos viejos conocidos. Mañana, tal vez, volvamos a guardarlo en lo más hondo de algún sótano. Pero esta noche déjanos pintarnos de rojo las uñas, los cabellos; sólo deja que estalle en un breve desespero este amor fallido, esta pasión contenida que nunca supimos aprender a olvidar…
Esta es la historia que narran, canción a canción y con mucha más poesía de la que mi pluma es capaz de describir -a pesar de los versos robados- los doce temas de Circo Incandescente, el último disco de Gunnar Vargas. Es una obra coherente, redonda, que suma a la calidad de la música la habilidad para entretejer una historia, para escribir un guión entre poemas y melodías. “Cuando compuse las canciones, tenía una idea de pregunta y respuesta, pero no de obra entera; fue cuando escribí el proyecto del disco y escogí las canciones cuando me di cuenta de que ahí había una historia de comienzo a fin. Me encantó la idea y profundicé en ella”, cuenta Gunnar. Esos doce temas son, también, piezas del puzle indescifrable de la historia de Brasil y de la samba. Los podéis escuchar en Myspace y descargarlos en esta página, y encontraréis letras y fotos en el blog de Gunnar.
Hacía mucho tiempo que lo estábamos esperando, y no pocos sabíamos, por lo menos en este rincón de la periferia sur de São Paulo, que sería un gran disco. Pero no imaginaba hasta qué punto. El bajo de Reinaldo Chulapa, la batería de Marco da Costa, el piano de Fernando Moura, la percusión de Ricardo Garcia, el acordeón de Antônio Bombarda, la guitarra y los arreglos de Luiz Waack. Y los vientos: el trombón de Bocato, la trompeta de Amilcar Rodrigues, los saxos de Leonardo Muniz Corrêa y Hugo Hori. La producción de Luiz Waack, Gunnar Vargas y Daniel Krotoszynski. La guitarra, melancólica y sambera, de Gunnar, y su voz, más dulcificada, apaciguada, nostálgica, viva. Las voces oportunas, escogidas, de Paula da Paz y Márcia Castro. Sólo se echa de menos a Luca Lorenzi, que en directo –en uno de los shows más emocionantes que he visto en mi vida- demostró haber hecho suya la hermosísima ‘Chove’. Para la próxima queda. ¡Ah!, las fotos son de Rogério Vieria.
Superaste mis expectativas, y eran altas, Gunnar Vargas. Gracias por la música.