Los lamentos de un cautivo no pueden llegar a España,
porque está la mar por medio
y se ahogan en el agua.
Lo único que puedo decir de todas las historias que conozco es que se acaban. Es un descubrimiento terrible, no hay duda, pero lo prefiero a algunas mentiras que a veces escucho por ahí. No me engaño, el campo de batalla de la vida no está en la memoria sino en los finales, en que las cosas se deshagan en nuestras manos sin remedio. Morente ha muerto y es tan extraño escuchar ahora su voz en esta habitación de Nueva York, esta ciudad conquistada por tan pocos y que ahora parece gris y silenciosa y ajena a una tragedia que también es suya. Tan extraño y tan bello, como todo lo que Morente hizo.
Omega, el lamento infinito y rabioso por lo que pudo ser y no fue, por lo que todavía luchamos por ser, es el camino, la senda que Morente y Lagartija Nick supieron dibujar al borde del abismo y que ya nadie podrá cerrar nunca jamás. Nosotros no izamos banderas, sólo versos.
Por entre las grietas del decorado industrial que es esta parte de Brooklyn, con sus columnas vibrantes de autopista elevada, se cuelan Morente y todos esos viajes en coche por Castilla y Aragón y Andalucía en los que me acompañó por paisajes de plata de árboles solitarios en lo alto de la loma y animales reventados en las cunetas.
Morente ha cumplido con un mandamiento implacable de la tierra y se ha ido en silencio y antes de tiempo entre la mediocridad, la corrupción y el ruido de un país terrible. Muchos que deberían callar, muchos que asesinan al mundo todos los días, hablan ahora. Da igual, otros tantos se despiden en privado en los lugares más insospechados, escuchan los discos de Morente en este día desgraciado, se llaman por teléfono para compartir el final. Así se van los que fueron de verdad y por eso ahora, entre tanta oscuridad, lo levantamos como una antorcha infalible. Qué solos y qué valientes nos ha dejado.