No había terminado de aterrizar en Buenos Aires, después de una larga incursión en Rio de Janeiro, cuando me encontré en los diarios una noticia que vino a recordarme que los problemas de Brasil no son sólo brasileños. Que las tensiones sociales, la segregación, la miseria también existen en el Buenos Aires de los cafés eternos, de los parques a cada esquina, de las librerías y los teatros de Corrientes, de los restaurantes a precios europeos de Palermo Hollywood. En el mucho menos ‘glamouroso’ barrio de Villa Soldati, 13.000 personas acampan en el Parque Indoamericano. Allí, como en las favelas cariocas, los olvidados del mercado han comenzado a usurpar el terreno del parque para construir sus casas. Muchos son inmigrantes bolivianos y paraguayos; también, argentinos pobres, de piel oscura. Tres de ellos murieron durante un violento desalojo que comenzó con la acción conjunta de la Policía Federal –dependiente de la presidente Cristina Fernández de Kirchner- y la Metropolitana del alcalde de Buenos Aires, Mauricio Macri. Dicen que Macri utilizó barras bravas futboleras para azuzar a los vecinos en contra de los ‘okupas’ –hay que vivir en la Argentina para entender esto de las barras bravas, pero con Macri, es un clásico-.
Cuando las cosas se pusieron feas, Fernández ordenó la retirada de sus agentes; Macri hizo lo propio, ante la evidencia de que las fuerzas municipales no bastarían para desalojar el parque. Pero, conservador de los de antes, el gobernador porteño no desperdició la oportunidad para darle a sus votantes lo que quieren: ese discurso xenófobo para el que la inmigración constituye un problema de seguridad. “Quiero pedir a la presidenta que trabajemos juntos en esto, que dejemos de lado las mezquindades, frente a una inmigración descontrolada y el avance de la delincuencia y el narcotráfico”. ¿Dónde están las evidencias para hacer esta correlación? Y si no las hay, ¿cómo puede ser Macri –y Berlusconi, y Sarkozy, y Cabral, y tantísimos otros, ay- tan irresponsable como para lanzar este tipo de mensajes a la opinión pública? Lo que más duele es que lo hace porque es electoralista; porque hay una gran parte de la sociedad que quiere oírlo: que necesita un enemigo, como me dijo en la favela de Acarí, al norte de Rio de Janeiro, el poeta Deley. En Brasil, el enemigo de la clase media está dentro: el negro, el ‘favelado’, nunca formó parte de la misma ciudad, de la misma sociedad, de la misma Historia. En Buenos Aires, el enemigo es paraguayo, boliviano. También tiene la piel más oscura. Y en España tenemos a todos los días en Tarifa imágenes como para quitarnos cualquier atisbo de autosatisfacción (aquella otra sangría, la de los africanos que se lanzan a una aventura muchas veces letal en busca del sueño europeo). Primera conclusión: en todas partes cuecen habas.
La Constitución argentina es una de las más receptivas del mundo a los extranjeros, como muestra de coherencia para una nación que es hija de las migraciones. Aún así, no es para tanto: viven en Argentina unos 1,7 millones de extranjeros, el 4,2% de la población. Paraguayos y bolivianos son los principales colectivos. Cuando Macri habla de “inmigración descontrolada”, ¿se acuerda de que su padre fue inmigrante italiano? ¿o es que hay dos tipos de migrantes? Ah, perdón, era eso…