Parece que las últimas palabras pronunciadas por Richard Holbrooke, el diplomático americano que llevaba los delicados temas de Pakistán y Afganistán, fueron : “Tienen que parar esta guerra de Afganistán”. Que el veterano diplomático soltara esa frase ha sido objeto de varias lecturas. ¿Creía que la guerra no se puede ganar? ¿Estaba por el contrario pidiendo un esfuerzo supletorio de su gobierno para poder detener con éxito el conflicto? ¿Era un desahogo humorístico?
Los analistas estadounidenses pueden interpretarla de acuerdo a su conveniencia. En el país americano, con un escepticismo creciente de la opinión pública, hay ahora dos corrientes de pensamiento: los que creen que con el aumento de tropas (3.000) que Obama ordenó hace un año la situación está mejorando claramente. Los talibanes han perdido terreno en un par de provincias importantes (Kandahar), la población parece estar de nuevo hastiada con los fundamentalistas y lo que representan, la CIA está dando golpes decisivos a los cabecillas talibanes, etc. Obama estaría en esta corriente aunque se ha expresado con bastante cautela, el progreso, repite, tiene aún una base muy frágil.
En el otro lado están los pesimistas que argumentan que al cabo de nueve años Estados Unidos sigue gastando más de 100.000 millones de dólares anualmente en Afganistán con mediocres beneficios para la población, que la presencia prolongada de fuerzas extranjeras, en un principio bienvenidas, crea inevitablemente resentimiento, que los daños colaterales (muertes de civiles) causados por las fuerzas americanas, aunque sean involuntarios, alimentan el odio hacia el ocupante, etc.
Los partidarios de una u otra interpretación encuentran munición en las últimas semanas. Los abandonistas porque ven crecer el número de analistas que abrazan su tesis y porque los ciudadanos de la calle, enormemente pacientes en Estados Unidos, incluso cuando hay un número importante de bajas, si es que se va la luz al final del túnel, empiezan a cuestionar la permanencia en el país y la política que se sigue. Los que quieren continuar porque reciben una inyección de un Congreso en el que los republicanos, más reacios a admitir una derrota militar, han incrementado sustancialmente su número.
Obama ha anunciado que iniciará la retirada de las tropas a fines del 2011 y que concluirá en el 2014 cuando el ejercito afghano podrá, teóricamente, hacerse cargo de la seguridad en el país. Los aliados europeos saldrán antes.
La clave del éxito, independientemente del progreso militar, está en otros dos tableros y Obama lo sabe. El primero es la corrupción e ineficacia del presidente Karzai y de parte de su gobierno. Un cáncer para la reconstrucción del país y que desprestigia a los americanos. El otro tablero es Pakistán, cuyas autoridades no acaban de acosar a los talibanes que buscan refugio en su territorio. Sus servicios de inteligencia se comportan con enorme ambigüedad. Estos días el jefe de la CIA en Pakistán se veía obligado a abandonar precipitadamente el país. Su nombre había sido hecho público y hay sospechas de que la filtración es obra de la inteligencia paquistaní. El sentimiento de que Pakistán, a pesar de la ayuda económica colosal que recibe de Estados Unidos, está jugando con dos barajas es ya una convicción en los dirigentes americanos.
Dos escollos difíciles de superar para devolver la tranquilidad a la sufrida población afghana que ha pasado tres décadas entre guerra civil y un período despótico y oscurantista de los talibanes.